Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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SEGUNDA PARTE
SEIS MANERAS DE AGRADAR A LOS DEMÁS
1 HAGA ESTO Y SERÁ BIENVENIDO EN TODAS PARTES
¿Por qué hay que leer este libro para saber cómo ganar amigos? ¿Por qué no
estudiar la técnica del más grande conquistador de amigos que ha conocido jamás
el mundo? ¿Quién es? Tal vez lo encuentre usted mañana por la calle. Cuando esté
a cinco metros de él le verá agitar la cola. Si se detiene usted a acariciarlo,
saltará como enloquecido para mostrarle lo mucho que lo quiere. Y usted sabe que
detrás de esa muestra de afecto no hay motivos ulteriores: no quiere venderle un
terreno, ni una póliza de seguro, ni quiere casarse con usted.
¿Se ha detenido usted alguna vez a pensar que el perro es el único animal que no
tiene que trabajar para ganarse el sustento? La gallina tiene que poner huevos:
la vaca dar leche y el canario cantar. Pero el perro se gana la vida sólo con
demostrar su cariño por el dueño. Cuando yo tenía cinco años, mi padre compró un
cachorrito de pelo amarillo por cincuenta centavos. Fue la alegría y la luz de
mi niñez. Todas las tardes a las cuatro y media se sentaba frente a mi casa,
mirando fijamente al camino con sus hermosos ojos, y tan pronto como oía mi voz
o me veía venir agitando mi lata de comida entre los árboles, salía disparando
como una bala, corría sin aliento colina arriba para recibirme con brincos de
júbilo y ladridos de puro éxtasis.
Tippy fue mi constante compañero durante cinco años. Por fin, una noche trágica
-jamás la olvidaré-, murió a tres metros de mi cabeza, murió alcanzado por un
rayo. La muerte de Tippy fue la tragedia de mi niñez.
Tippy nunca leyó un libro de psicología. No lo necesitaba. Sabía, por algún
instinto divino, que usted puede ganar más amigos en dos meses interesándose de
verdad en los demás, que los que se pueden ganar en dos años cuando se trata de
interesar a los demás en uno mismo. Permítaseme repetir la idea. Se pueden ganar
más amigos en dos meses si se interesa uno en los demás, que los que se ganarían
en dos años si se hace que los demás se interesen por uno.
Pero usted y yo conocemos personas que van a los tumbos por la vida porque
tratan de forzar a los demás a que se interesen por ellas.
Es claro que eso no rinde resultado. Los demás no se interesan en usted. No se
interesan en mí. Se interesan en sí mismas, mañana, tarde y noche.
La Compañía Telefónica de Nueva York realizó un detallado estudio de las
conversaciones por teléfono y comprobó cuál es la palabra que se usa con mayor
frecuencia en ellas. Sí, ya ha adivinado usted: es el pronombre personal "yo".
Fue empleado 3.990 veces en quinientas conversaciones telefónicas. Yo. Yo. Yo.
Yo. Yo.
Cuando usted mira la fotografía de un grupo en que está usted, ¿a quién mira
primero?
Si nos limitamos a tratar de impresionar a la gente y de hacer que se interese
por nosotros, no tendremos jamás amigos verdaderos, sinceros. Los amigos, los
amigos leales, no se logran de esa manera.
Napoleón lo intentó, y en su último encuentro con Josefina dijo: "Josefina, he
tenido tanta fortuna como cualquiera en este mundo; y sin embargo, en esta hora,
eres tú la única persona de la tierra en quien puedo confiar". Y los
historiadores dudan que pudiera confiar aun en ella.
Alfred Adler, el famoso psicólogo vienés, escribió un libro titulado: Qué debe
significar la vida para usted. En ese libro dice así: "El individuo que no se
interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores dificultades en la vida y
causa las mayores heridas a los demás. De esos individuos surgen todos los
fracasos humanos".
Es posible leer veintenas de eruditos tomos sobre psicología sin llegar a una
declaración más significativa, para usted o para mí. No me agradan las
repeticiones, pero esta afirmación de Adler está tan rica de significado que voy
a repetirla en bastardilla:
El individuo que no se interesa por sus semejantes es quien tiene las mayores
dificultades en la vida y causa las mayores heridas a los demás. De esos
individuos surgen todos los fracasos humanos.
Yo seguí cierta vez en la Universidad de Nueva York un curso sobre redacción de
cuentos cortos, y durante ese curso el director de una importante revista habló
ante nuestra clase. Dijo que era capaz de tomar cualquiera de las docenas de
cuentos que cruzaban por su escritorio todos los días y, después de leer unos
párrafos, decir si su autor gustaba o no de la gente. "Si el autor gusta de la
gente -añadió-, la gente gustará de sus cuentos."
Este director, acostumbrado a tratar con la vida, se detuvo dos veces en el
curso de su conferencia sobre la forma de escribir, y pidió excusas por
predicarnos un sermón. "Les estoy diciendo -expresó- las mismas cosas que diría
un predicador. Pero recuerden que deben tener interés por la gente si quieren
atraer interés como cuentistas."
Si así ocurre con los cuentistas, puede tenerse la seguridad de que lo mismo es
triplemente cierto en cuanto a las relaciones con la gente.
Yo pasé una noche en el camarín de Howard Thurston la última vez que se presentó
en Broadway: Thurston, el decano de los magos; Thurston, el rey de la
prestidigitación. Durante cuarenta años viajó por el mundo entero una y otra
vez, creando ilusiones, engañando con sus tretas al público, y haciendo que la
gente quedara boquiabierta de asombro. Más de sesenta millones de personas
pagaron entrada por verlo actuar, y así consiguió ganar casi dos millones de
dólares.
En esa ocasión pedí al Sr. Thurston que me confiara el secreto de sus triunfos.
Su instrucción no tenía nada que ver con ellos, porque huyó de su casa siendo
niño, fue vagabundo por los caminos, viajó en trenes de carga, durmió en
pajares, pidió comida de puerta en puerta, y aprendió a leer gracias a los
carteles que desde un vagón de carga veía junto al ferrocarril.
¿Tenía extraordinarios conocimientos como prestidigitador? No: me dijo que se
han escrito centenares de libros sobre pruebas de magia, y que muchísimas
personas saben tanto como él. Pero Thurston tenía dos cosas de que carecían los
demás. Primero, la capacidad necesaria para que su personalidad llegara al otro
lado de las candilejas. Conocía la naturaleza humana. Todo lo que hacía, cada
gesto, cada entonación de la voz, cada elevación de una ceja había sido
cuidadosamente ensayado con anterioridad, y sus actos respondían a una perfecta
noción del tiempo. Pero, además, Thurston tenía verdadero interés por el
público. Me refirió que muchos prestidigitadores miraban al público y decían
para sus adentros: "Bien, ya tenemos otro montón de tontos: qué bien los
engañaré". Pero el método de Thurston era del todo diferente. Me confesó que cada
vez que entraba al escenario se decía: "Estoy agradecido a toda esta gente que
ha venido a verme. Son ellos quienes me permiten ganarme la vida en forma tan
agradable. Por ellos haré esta noche todo lo mejor que pueda".
Declaró que jamás se acercaba a las candilejas sin decirse primero, una vez tras
otra: "Adoro a mi público. Adoro a mi público". ¿Ridículo? ¿Absurdo? Tiene usted
derecho a pensar lo que quiera. Yo no hago más que repetir, sin comentarios, una
receta utilizada por uno de los magos más famosos de todos los tiempos.
George Dyke, de North Warren, Pennsylvania, se vio obligado a retirarse de su
negocio de estación de servi cio, después de trabajar en él durante treinta
años, cuando se construyó una nueva autopista por el sitio que ocupaba su
establecimiento. Al poco tiempo, los días ociosos de un jubilado empezaron a
aburrirlo, por lo que trató de ocupar el tiempo tocando en su viejo violín.
Pronto empezó a viajar por toda su área, asistiendo a conciertos y visitando a
consumados violinistas. En su estilo humilde y amistoso, se interesó por conocer
el pasado y las ideas de todos los músicos que conocía. Aunque él mismo no era
un gran violinista, hizo muchos amigos en el mundo de la música. Asistió a toda
clase de eventos musicales, y los aficionados a la música country de todo el
este de los Estados Unidos llegaron a conocerlo como "el Tío George, el Rascador
de Violín del Condado Kinzua". Cuando conocimos al Tío George, tenía 72 años y
disfrutaba de cada minuto de su vida. Gracias a su interés en otras personas,
logró crearse una nueva vi da en un momento en que la mayoría de la gente
considera terminados sus años productivos.
Ese mismo era uno de los secretos de la asombrosa popularidad de Theodore
Roosevelt. Hasta sus sirvientes lo adoraban. Su valet James E. Amos, escribió
acerca de él un libro titulado Theodore Roosevelt, héroe de su valet. En ese
libro narra Amos este ilustrativo incidente:
Mi mujer preguntó una vez al presidente qué era una codorniz. Jamás había visto
una, y el presidente se la describió detalladamente. Algún tiempo después sonó
el teléfono de nuestra casita. (Amos y su esposa vivían en una casita alejada
del edificio principal, en la finca que Roosevelt tenía en Oyster Bay.) Mi mujer
respondió al llamado. Era el Sr. Roosevelt. Dijo que había llamado para decirle
que frente a la ventana había una codorniz, y que si mi mujer se asomaba podría
verla. Estas cositas eran características de él. Cada vez que pasaba frente a
nuestra casita, aunque no nos viera, le oíamos llamar: "iUhú, Annie!" o " iUhú,
James!"
¿Cómo es posible que los empleados no gustaran de un hombre así? ¿Cómo podría
dejar de gustar a nadie? Roosevelt fue a la Casa Blanca un día en que su
sucesor, el presidente Taft y su esposa no estaban. Su auténtica simpatía por la
gente humilde quedó demostrada por el hecho de que saludó uno por uno a todos
los sirvientes de la Casa Blanca, hasta los peones de la cocina. "Cuando vio a
Alice, ayudante de cocina -escribe Archie Butt-, le preguntó si todavía hacía
pan de maíz.
Alice le respondió que a veces lo hacía para el personal de servicio, pero que
nadie lo comía entre los amos. "-Muestran muy mal gusto -repuso Roosevelt-, y ya
se lo diré al presidente cuando lo vea.
"Alice le llevó un trozo de pan de maíz, y Roosevelt fue hasta el despacho
principal comiendo y saludando a jardineros y criados al pasar...
"Hablaba con cada uno como lo había hecho en el pasado. lke Hoover, que había
sido ujier en la Casa Blanca durante cuarenta años, me dijo con los ojos llenos
de lágrimas:
"-Es el único día feliz que hemos tenido en casi dos años, y ninguno de nosotros
lo cambiaría por un billete de cien dólares."
El mismo interés por la gente al parecer sin importancia, ayudó al representante
de ventas Edward M. Sykes, hijo, de Chatham, Nueva jersey, a conservar una
cuenta.
-Hace muchos años -nos dijo-, visité a clientes de la empresa Johnson y Johnson
en el área de Massachusetts. Una cuenta era la de una farmacia en Hinghain. Cada
vez que iba a este negocio, siempre hablaba con el empleado de refrescos y el
del mostrador unos minutos, antes de hablar con el dueño para recibir la orden.
Un día el dueño me dijo que no tenía interés en comprar productos de Johnson y
Johnson porque consideraba que esta firma estaba concentrando sus actividades en
los supermercados, en detrimento de las farmacias chicas como la suya. Salí muy
decaído y di vueltas por el pueblo varias horas. Al fin decidí volver a la
farmacia y tratar de explicarle nuestra posición al dueño.
"Cuando volví a entrar, como siempre saludé a los empleados. Al verme el dueño,
me sonrió y me dio la bienvenida. Me dio una orden de compras que superaba las
suyas habituales. Lo miré, sorprendido, y le pregunté qué había sucedido para
hacerle cambiar de opinión, desde mi visita anterior apenas unas horas antes. Me
señaló al muchacho que atendía el mostrador de refrescos y dijo que cuando yo
había salido antes, este joven había venido a decirle que yo era uno de los
pocos vendedores que venían a la farmacia que se molestaba en saludarlo, a él y
a los otros empleados. Le dijo al dueño que si había un vendedor que se merecía
hacer buenos negocios, era yo. El dueño estuvo de acuerdo, y siguió siendo un
buen cliente. Nunca olvidé que un genuino interés en la otra persona es la
cualidad más importante que pueda tener un vendedor, o, en realidad, cualquier
persona.
Por experiencia personal he descubierto que se puede lograr la atención y la
cooperación hasta de las personas más ocupadas de los Estados Unidos, si uno se
interesa debidamente en ellas. Un ejemplo:
Hace años yo dirigía un curso de literatura en el Instituto de Artes y Ciencias
de Brooklyn, y quisimos que escritores tan importantes y ocupados como Kathleen
Norris, Fanny Hurst, Ida Tarbell, Albert Payson Terhune y Rupert Hughes fueran
al Instituto y nos hicieran conocer sus experiencias. Les escribimos, pues,
diciendo que admirábamos sus obras y que nos interesaba profundamente obtener
sus consejos y conocer los secretos de sus triunfos.
Cada una de estas cartas estaba firmada por unos ciento cincuenta estudiantes.
Decíamos comprender que los destinatarios estaban ocupados, demasiado ocupados
para preparar una conferencia. Por ese motivo acompañábamos una lista de
preguntas para que las respondieran con referencias acerca de ellos y de sus
métodos de trabajo. A todos les gustó la carta. Aquellos escritores famosos
dejaron sus tareas y fueron hasta Brooklyn a ayudarnos.
Con el mismo método persuadí a Leslie M. Shaw, secretario del Tesoro en el
gabinete de Theodore Roosevelt, a George W. Wickersham, procurador general en el
gabinete de Taft, a William Jennings Bryan, a Franklin D. Roosevelt y a muchos
otros hombres prominentes de que acudieran a hablar ante los estudiantes de uno
de mis cursos de oratoria.
Todos nosotros, seamos obreros en una fábrica, empleados en una oficina, o
incluso reyes, gustamos de la gente que nos admira. Recordemos al Káiser
Guillermo II, por ejemplo. Al terminar la guerra mundial era quizás el hombre
más universal y brutalmente despreciado de la Tierra. Hasta su misma nación se
volvió contra él cuando huyó a Holanda para salvar la cabeza. Era tan intenso el
odio contra él, que millones de personas habrían querido despedazarlo o quemarlo
en la hoguera. En medio de esta furia general, un niño escribió al Káiser una
carta sencilla y sincera, que mostraba gran bondad y admiración. Este niño decía
que, cualquiera fuese la idea de los demás, él siempre amaría a su Emperador
Guillermo. El Káiser se sintió conmovido e invitó al niño a que fuera a
visitarlo. Así lo hizo el pequeño, acompañado de su madre, y con ella contrajo
enlace el Káiser. Aquel niño no necesitaba leer un libro como éste. Ya sabía
instintivamente cómo hacerlo.
Si queremos obtener amigos, dediquémonos a hacer cosas para los demás, cosas que
requieren tiempo, energía, altruismo. Cuando el Duque de Windsor era Príncipe de
Gales tuvo que hacer una gira por la América del Sur, y antes de emprenderla
pasó varios meses estudiando español, para poder hablar en el idioma de los
países que visitaba; y los habitantes de América del Sur lo tuvieron en gran
estima por eso.
Durante años me he preocupado por conocer los cumpleaños de mis amigos. ¿Cómo?
Aunque no tengo el menor asomo de fe en la astrología., empiezo por preguntar a
un amigo si cree que la fecha de nacimiento tiene algo que ver con el carácter y
la disposición de cada uno. Luego le pido que me diga el día y el mes de su
nacimiento. Si me dice 24 de noviembre, por ejemplo, no hago más que repetir
para mis adentros "24 de noviembre, 24 de noviembre". En cuanto mi amigo vuelve
la espalda escribo su nombre y su cumpleaños, y después, en casa, paso el dato a
un libro especial. Al comienzo de cada año escribo estas fechas y nombres en las
hojas de mi calendario, de modo que les presto atención automáticamente. Cuando
llega el día, envío una carta o telegrama. ¡Qué buena impresión causa! A veces
soy la única persona del mundo que ha recordado un cumpleaños de esos.
Si queremos hacer amigos, saludemos a los demás con animación y entusiasmo.
Cuando llama alguien por teléfono, empleemos la misma psicología. Digamos:
"Hola" con un tono que revele cuán complacidos
estamos por escuchar a quien llama. Muchas compañías dan instrucciones a sus
operadores telefónicos de saludar a todos los llamados en un tono de voz que
irradie interés y entusiasmo. El que llama siente así que la compañía se
interesa en él. Recordémoslo cuando respondamos mañana al teléfono.
Mostrar un interés genuino en los demás no sólo le reportará amigos, sino que
también puede crear lealtad a la compañía por parte de los clientes.
En un núrnero de la publicación del National Bank of North América de Nueva York
se publicó la siguiente carta de Madeline Rosedale, una depositante*:
* Eagle, publicación del National Bank of North America, New York, March 31,
1978.
"Quiero que sepan cuánto aprecio a su personal. Todos son tan corteses, tan
amables y serviciales. Es un placer que, después de hacer una larga cola, el
cajero la salude a una con una sonrisa.
"El año pasado mi madre estuvo hospitalizada durante cinco meses. Cada vez que
visité el banco, Marie Petrucello, una cajera, se interesó por la salud de mi
madre, y se alegró de su recuperación."
¿Puede haber alguna duda de que la señora Rosedale seguirá usando los servicios
de este banco?
Charles R. Walters, empleado en uno de los grandes bancos de Nueva York, fue
encargado de preparar un informe confidencial sobre cierta empresa. Sólo sabía
de un hombre dueño de los hechos que necesitaba con tanta urgencia. El Sr.
Walters fue a ver a ese hombre, presidente de una gran empresa industrial.
Cuando el Sr. Walters era acompañado al despacho del presidente, una secretaria
asomó la cabeza por una puerta y dijo al presidente que no podía darle ese día
ningún sello de correos.
-Colecciono estampillas para mi hijo, que tiene doce años -explicó el presidente
al Sr. Walters.
"El Sr. Walters expuso su misión y comenzó a hacer preguntas. El presidente se
mostró vago, general, nebuloso. No quería hablar, y aparentemente nada podía
persuadirle de que hablara. La entrevista fue muy breve e inútil.
"Francamente, no sabía qué hacer -dijo la Sra. Walters al relatar este episodio
ante nuestra clase-. Pero entonces recordé a la secretaria, las estampillas, y
el hijo... Y también recordé que el departamento extranjero de nuestro banco
coleccionaba estampillas llegadas con las cartas que se reciben de todos los
países del mundo.
"A la tarde siguiente visité a este hombre y le hice decir que llevaba algunas
estampillas para su hijo. ¿Me recibió con entusiasmo? Pues, señor, no me habría
estrechado la mano con más fruición si hubiese sido candidato a legislador. Era
todo sonrisas y buena voluntad.
"-A mi George le encantará ésta -decía mientras examinaba las estampillas--. iY
mire ésta! Esta es un tesoro.
"Pasamos media hora hablando de estampillas y mirando retratos de su hijo, y
después dedicó más de una hora de su valioso tiempo a darme todos los informes
que yo quería, y sin que tuviese yo que pedírselo siquiera. Me confió todo lo
que sabía, y después llamó a sus empleados y los interrogó en mi presencia.
Telefoneó a algunos de sus socios. Me abrumó con hechos, cifras, informes y
correspondencia. Como dirían los periodistas, tenía yo una primicia.
Veamos otro ejemplo:
C. M. Knaphle, Jr., de Filadelfia, había tratado durante años de vender
combustible a una gran cadena de tiendas. Pero la compañía seguía comprando el
combustible a un comerciante lejano, y lo hacía pasar, en tránsito, frente a la
oficina del Sr. Knaphle. Este pronunció una noche ante una de mis clases un
discurso en el que volcó toda su ira contra las cadenas de tiendas, a las que
calificó de maldición del país.
Y todavía se preguntaba por qué no podía vender su carbón.
Le sugerí que intentara otra táctica. En resumen, lo que sucedió fue esto.
Organizamos entre los miembros del curso un debate sobre: "Está decidido que la
propagación de las cadenas de tiendas hace al país más mal que bien".
Por indicación mía, Knaphle asumió el bando negativo: convino en defender a las
cadenas de tiendas, y fue a ver derechamente a un director de la misma
organización que él despreciara.
-No he venido -le dijo- a tratar de venderle combustible. He venido a pedirle un
favor. - Le informó luego sobre el debate y agregó: -He venido a pedirle ayuda
porque no conozco otra persona que sea tan capaz de hacerme conocer los hechos
que quiero. Deseo ganar este debate, y le agradeceré sobremanera que me ayude.
Oigamos el resto del episodio en las propias palabras del Sr. Knaphle:
"Había pedido a este hombre exactamente un minuto de tiempo. Con esa condición
consintió en verme. Después de exponer yo mi situación, me invitó a sentarme y
me habló durante una hora y cuarenta y siete minutos. Llamó a otro director que
había escrito un libro sobre el tema. Escribió a la Asociación Nacional de
Cadenas de Tiendas y me consiguió un ejemplar de un folleto. Este hombre
entiende que las cadenas de tiendas prestan un verdadero servicio a la
humanidad. Está orgulloso de lo que hace en centenares de comunidades. Le
brillaban los ojos al hablar; y he de confesar que me abrió los ojos sobre cosas
que yo jamas había soñado. Cambió toda mi actitud mental.
"Cuando me marchaba, fue conmigo hasta la puerta, me puso un brazo alrededor de
los hombros, me deseó felicidad en el debate, y me pidió que fuera a verlo otra
vez para hacerle saber cómo me había ido. Las últimas palabras que me dirigió
fueron:
"-Haga el favor de verme dentro de unos días. Me gustaría hacerle un pedido de
combustible.
"Para mí, aquello era casi un milagro. Ofrecía comprarme el combustible sin
haberlo mencionado yo siquiera. Conseguí más en dos horas, interesándome
honradamente en él y en sus problemas, que en muchos años de bregar por que se
interesara en mí y en mi producto."
No ha descubierto usted, Sr. Knaphle, una verdad nueva, porque hace mucho
tiempo, cien años antes de que naciera jesucristo, un famoso poeta romano,
Publilio Syro, señaló: "Nos interesan los demás cuando se interesan por
nosotros".
El interés, lo mismo que todo lo demás en las relaciones humanas, debe ser
sincero. Debe dar dividendos no sólo a la persona que muestra el interés, sino
también a la que recibe la atención. Es una vía de dos manos: las dos partes se
benefician.
Martin Ginsberg, que siguió nuestro curso en Long Island, Nueva York, nos contó
cómo el interés especial que había tomado una enfermera en él había afectado
profundamente su vida.
"Era el Día de Acción de Gracias, y yo tenía diez años. Estaba en una sala de
beneficencia de un hospital, y al día siguiente se me haría una importante
operación de ortopedia. Sabía que lo único que me esperaba eran meses de
confinamiento, convalecencia y dolor. Mi padre había muerto; mi madre y yo
vivíamos solos en un pequeño departamento y dependíamos de la asistencia social.
Mi madre no podía visitarme ese día porque no era día de visitas en el hospital.
"A medida que transcurría el día, me abrumaba cada vez más el sentimiento de
soledad, desesperación y miedo. Sabía que mi madre estaba sola en casa
preocupándose por mí, sin compañía alguna, sin nadie con quien cenar y sin el
dinero siquiera para permitirse una cena de Día de Acción de Gracias.
"Me subían las lágrimas, y terminé metiendo la cabeza bajo la almohada y
tapándome todo con las frazadas. Lloré en silencio, pero con tanta amargura que
me dolía el cuerpo entero.
"Una joven estudiante de enfermería oyó mis sollozos y vino hacia mi cama. Me
hizo asomar la cabeza y comenzó a secarme las lágrimas. Me contó lo sola que
estaba, pues debía trabajar todo el día y no podía pasarlo con su familia. Me
preguntó si quería cenar con ella. Trajo dos bandejas de comida: pavo, puré de
papas, salsa de fresas y helado de crema de postre. Me habló y trató de calmar
mis temores. Aun cuando su hora de salida eran las cuatro de la tarde, se quedó
conmigo hasta casi las once de la noche. jugó a varios juegos conmigo, y no se
marchó hasta que me quedé dormido.
"Desde entonces, han pasado muchos días de Acción de Gracias, pero nunca paso
uno sin recordar aquél, y mis sentimientos de frustración, miedo, soledad y la
calidez y ternura de la desconocida que me lo hizo soportable."
Si usted quiere gustar a los otros, si quiere tener amigos de verdad, si quiere
ayudar a los otros, al mismo tiempo que se ayuda a usted mismo, no olvide esto:
REGLA 1 Interésese sinceramente por los demás.
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