Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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4 FÁCIL MANERA DE CONVERTIRSE EN UN BUEN CONVERSADOR
Hace poco fui invitado a jugar al bridge en casa de unos amigos. Yo no juego, y
había allí una señora rubia que tampoco jugaba. Descubrió que trabajé con Lowell
Thomas, antes de que éste se dedicara a la radiotelefonía, que he viajado por
Europa en muchas ocasiones mientras le ayudaba a preparar las conferencias sobre
viajes que por entonces pronunciaba.
- ¡Oh, Sr. Carnegie! -me dijo esta dama-. Quiero que me hable de todos esos
lugares que ha visitado usted.
Al sentarnos en un sofá me hizo saber que acababa de regresar de un largo viaje
por África, efectuado en compañía de su esposo.
- ¡África! -exclamé-. ¡Qué interesante! Siempre he querido ver África, pero,
salvo una vez que estuve veinticuatro horas en Argel, no lo he conseguido jamás.
Dígame, ¿visitaron la región de la caza mayor? ¿Sí? ¡Qué hermosura! ¡Cómo la
envidio! Hábleme de África.
Cuarenta y cinco minutos habló la dama. Ya no volvió a preguntarme por dónde
había estado yo ni qué había visto. No quería oírme hablar de viajes. Todo lo
que quería era un oyente interesado, para poder revelar su yo y narrar todas sus
experiencias.
¿Era una mujer extraordinaria? No. Hay muchas personas como ella.
Por ejemplo, hace poco encontré a un conocido botánico durante una comida dada
en casa de un editor de Nueva York. jamás había hablado con un botánico, y me
pareció sumamente interesante. Me senté, literalmente, al borde de la silla, y
escuché absorto mientras hablaba de plantas exóticas, experimentos en el
desarrollo de formas nuevas de vida vegetal y jardines de interior y de cosas
asombrosas acerca de la humilde papa. Yo tengo en casa un huerto interior, y
tuvo este hombre la bondad de indicarme cómo debía resolver alguno de mis
problemas.
He dicho que estábamos en una comida. Debe de haber habido otros doce invitados;
pero violé todos los cánones de la cortesía e ignoré a todos los demás, y hablé
horas y horas con el botánico.
Llegó la medianoche. Me despedí de todos y me marché. El botánico se volvió
entonces a nuestro huésped y tuvo referencias muy elogiosas para mí. Yo era "muy
estimulante". Yo era esto y aquello; y terminó diciendo que yo era un
"conversador muy inteligente".
¿Un conversador inteligente? ¿Yo? ¿Por qué, si apenas había insinuado una
palabra? No podría haberla pronunciado sin cambiar de tema, porque no sé de
botánica más de lo que sé sobre anatomía del pingüino. Pero había escuchado con
atención. Había escuchado porque tenía profundo interés en lo que decía mi
interlocutor. Y él lo sabía. Naturalmente, estaba complacido. Esa manera de
escuchar es uno de los más altos cumplimientos que se pueden rendir. "Pocos
seres. humanos -escribió jack Woodford en “Extraños en el Amor”- se libran de la
implícita adulación que hay en el oyente absorto." Yo hice más que presentarme
como oyente absorto. Fui "caluroso en mi aprobación y generoso en mis elogios".
Le dije que me había entretenido e instruido inmensamente, y así era. Le dije
que deseaba tener sus conocimientos, y así era. Le dije que me gustaría recorrer
los campos con él, y así era. Le dije que debía verlo de nuevo, y así era.
Y, de tal modo, le hice pensar que yo era un buen conversador cuando, en
realidad, no había sido más que un buen oyente y lo había alentado a hablar.
¿Cuál es el misterio, el secreto de una feliz entrevista de negocios? Según
Charles W. Eliot, que fue presidente de Harvard, "no hay misterios en una feliz
conversación de negocios... Es muy importante prestar atención exclusiva a la
persona que habla. Nada encierra tanta lisonja como eso".
El mismo Eliot era un maestro en el arte de escuchar. Henry James, uno de los
primeros grandes novelistas norteamericanos y miembro de la facultad de Harvard,
recordaba: "La escucha del Dr. Eliot no era mero silencio, sino una forma de
actividad. Sentado muy erguido, con las manos unidas en el regazo, sin hacer
otro movi miento que el de los pulgares girando uno alrededor del otro más
rápido o más lento, enfrentaba a su interlocutor y parecía escuchar con los ojos
tanto como con los oídos. Escuchaba con la mente y consideraba atentamente lo
que uno tenía que decir, mientras lo decía... Al final de una entrevista con él,
la persona que había hablado sentía que sus palabras habían llegado a su
destino".
¿Evidente, verdad? No hay necesidad de estudiar cuatro años en Harvard para
descubrirlo. Sin embargo, usted y yo conocemos comerciantes que alquilan
costosos locales, que compran sus mercaderías económicamente, que adornan sus
vidrieras con sapiencia, que gastan mucho dinero en publicidad, y emplean
después personal sin el sentido común necesario para ser buenos oyentes,
personal que interrumpe a los clientes, los contradice, los irrita, y los echa
casi de la tienda.
Una tienda de Chicago estuvo a punto de perder un viejo cliente que hacía
compras por varios miles de dólares anuales en esa tienda, por culpa de un
empleado que no escuchaba. La señora Henrietta Douglas, que siguió nuestro curso
en Chicago, había comprado un abrigo en una liquidación. Cuando llegó con el
abrigo a su casa, notó que el forro tenía un desgarrón. Volvió al día siguiente
y le pidió a la empleada de ventas que le cambiaran la prenda. La empleada se
negó incluso a escuchar su queja.
-Usted lo compró en una liquidación -dijo. Señaló un cartel en la pared-. Lea
eso -exclamó-: "No hay devoluciones ". Si lo compró, tendrá que llevárselo como
está. Cosa usted misma el forro.
-Pero es una mercadería fallada -se quejó la señora Douglas.
-No importa -la interrumpió la empleada-. Si no hay devoluciones, no hay
devoluciones.
La señora Douglas estaba a punto de marcharse, indignada, jurando no volver
nunca más a esa tienda, cuando se le acercó la gerente de la sección, que la
conocía por sus muchos años de comprar allí. La señora Douglas le contó lo que
había sucedido.
La mujer escuchó con atención toda la historia, examinó el abrigo, y después
dijo:
-Las compras hechas en liquidaciones son "sin devolución", porque es el modo en
que nos sacamos de encima toda la mercadería al terminar la temporada. Pero esta
política no puede aplicarse a mercadería fallada. Le repararemos o
reemplazaremos el forro, o si usted prefiere le devolveremos el dinero.
¡Qué diferencia de tratamiento! Si esa gerente no hubiera aparecido a tiempo
para escuchar a la clienta, la tienda habría perdido para siempre a una
compradora fiel.
Escuchar es tan importante en la vida cotidiana de uno como en el mundo de los
negocios. Millie Esposito, de Croton-on-Hudson, Nueva York, se había propuesto
escuchar cuidadosamente cuando alguno de sus hijos quisiera hablarle. Una noche
estaba sentada en la cocina con su hijo Robert, y después de una breve
exposición de algo que tenía in mente, Robert dijo:
-Mamá, yo sé que tú me quieres mucho. La señora Esposito, conmovida, dijo:
-Por supuesto que te quiero mucho. ¿Acaso lo dudabas?
-No -respondió Robert-, pero sé que realmente me quieres porque cada vez que
quiero hablarte sobre cualquier cosa, tú dejas de hacer cualquier cosa que estés
haciendo, y me escuchas.
El protestador crónico, aun el crítico más violento, se suavizará y apaciguará
frecuentemente en presencia de un oyente que muestre paciencia y simpatía: un
oyente que guarde silencio en tanto el iracundo protestador se dilate como
una-cobra y suelte el veneno de su sistema. Un ejemplo: La compañía telefónica
de Nueva York descubrió hace pocos años que tenía que vérselas con un cliente
furioso y amigo de maldecir a las telefonistas. Y cómo las maldecía. Insultaba.
Amenazaba hacer pedazos el teléfono. Se negaba a pagar ciertas cuentas que decía
eran falsas. Escribía cartas a los diarios. Formuló quejas numerosas a la
Comisión de Servicios Públicos e inició varios juicios contra la compañía.
Por fin, uno de los más hábiles "francotiradores" de la empresa fue enviado a
entrevistar al cliente. El "francotirador" escuchó y dejó que el iracundo gozara
en la expresión de sus quejas. El empleado escuchó y dijo "sí" y demostró su
simpatía.
"Siguió gritando y yo escuchando durante casi tres horas -relataba el
'francotirador' ante nuestra clase-. Volví a verlo y seguí escuchando. Lo
entrevisté cuatro veces y antes de terminar la cuarta visita me había convertido
en socio de una organización que iba a iniciar. Era la Asociación Protectora de
Abonados Telefónicos. Todavía soy miembro de la organización y, por cuanto he
podido saber, soy el único, fuera del Sr. X.
"Yo lo escuché y le di la razón en cada uno de los puntos que suscitó en esas
conversaciones. Hasta entonces ningún empleado telefónico lo había entrevistado
en esa forma, y por fin se hizo muy amigo mío. Durante la primera visita no se
mencionó el asunto por el cual lo iba a ver, lo mismo ocurrió en la segunda y en
la tercera, pero en la cuarta entrevista dejé completamente resuelto el caso,
cobré todas las cuentas y, por primera vez en la historia de sus dificultades
con la compañía telefónica, lo convencí de que retirara sus quejas ante la
Comisión."
Es indudable que el Sr. X se consideraba el iniciador de una santa cruzada en
defensa de los derechos del público contra la explotación inicua. Pero, en
realidad, lo que quería era sentirse importante. Lo conseguía protestando y
quejándose. Pero tan pronto como su deseo de importancia fue satisfecho por un
representante de la empresa, sus presuntos inconvenientes se desvanecieron del
todo.
Una mañana, hace años, un furioso cliente penetró en la oficina de Julian F.
Detmer, fundador de la Detmer Woolen Company, que después llegó a ser la empresa
más grande dedicada a la distribución de tejidos de lana a sastrerías.
"Este hombre -me explicaba el Sr. Detmer- nos debía quince dólares. El cliente
lo negaba, pero nosotros sabíamos que estaba errado. Nuestro departamento de
crédito insistía, pues, en que pagara. Después de recibir una cantidad de cartas
de ese departamento, hizo su equipaje, viajó hasta Chicago y corrió a mi oficina
para informarnos, no solamente de que no iba a pagar esa cuenta, sino que jamás
lo veríamos comprar una sola cosa más en la Detmer Woolen Company.
"Escuché pacientemente todo lo que dijo. Sentí tentaciones de interrumpirlo,
pero comprendí que eso sería una mala política. Lo dejé hablar y hablar, pues,
hasta que se agotó. Cuando por fin se calmó y pareció de mejor talante, le dije:
"-Quiero agradecerle que haya venido a Chicago para decirme esto. Me ha hecho un
gran favor, porque si nuestro departamento de crédito lo molesta es posible que
también moleste a otros buenos clientes, y tal cosa nos perjudicaría. Créame:
estoy más contento de oír esto que usted de decirlo.
"Aquello era lo último que esperaba que le dijera. Creo que quedó un poco
decepcionado, porque había ido a Chicago para decirme unas cuantas verdades, y
se encontraba con que yo le estaba agradecido, en lugar de enojado. Le aseguré
que dejaríamos sin efecto la presunta deuda, porque el cliente era un hombre muy
cuidadoso, con una sola cuenta que vigilar, en tanto que nuestros empleados
tenían que vigilar miles de cuentas. Por lo tanto, era muy probable que él
tuviera razón y nosotros nos equivocáramos.
"Le dije que comprendía exactamente su punto de vista y que, en su lugar, yo
habría procedido indudablemente igual que él. Y como no quería comprarnos más
mercancías, le recomendé otras fábricas de tejidos.
"En ocasiones anteriores habíamos almorzado juntos cuando iba a Chicago, y esta
vez lo invité a almorzar. Aceptó de mala gana, pero cuando volvimos a la oficina
nos hizo un pedido mayor que en cualquier ocasión anterior. Volvió a su ciudad
mucho más tranquilo y, por el deseo de ser tan justo como habíamos sido
nosotros, revisó sus libros, encontró una boleta extraviada, y nos envió un
cheque, con una nota en que pedía disculpas.
"Posteriormente, cuando su mujer le dio un hijito, lo bautizó con el nombre de
Detmer, y siguió siendo amigo y cliente de nuestra casa hasta que murió,
veintidós años más tarde."
Hace años, un pobre niño, un inmigrante holandés, lavaba las ventanas de una
panadería, después de ir a la escuela, por cincuenta centavos a la semana, y su
familia era tan pobre, que solía salir todos los días a la calle con una cesta a
recoger trozos de carbón caídos en las calles. Aquel niño, Edward Bok, no se
educó en escuelas más que durante seis años de su vida; pero con el tiempo llegó
a ser uno de los más prósperos directores de revistas que ha registrado la
historia del periodismo norteamericano. ¿Cómo lo consiguió? La historia es
larga, pero se puede referir brevemente la forma en que se inició. Se inició por
medio de los principios que se recomiendan en este capítulo.
Salió de la escuela cuando tenía trece años, para emplearse como cadete de
oficina de la Western Union, con un sueldo de seis dólares y veinticinco
centavos por semana; pero no abandonó por un instante la idea de educarse.
Empezó a educarse solo. Ahorró el dinero que debía emplear en transportes, y se
pasó muchos días sin almorzar hasta que tuvo suficiente dinero para comprar una
enciclopedia de biografías norteamericanas... y entonces hizo un a cosa
inusitada. Leyó las vidas de hombres famosos, y les escribió pidiéndoles
información adicional. Era un buen oyente. Alentaba a personas famosas a hablar
de sí mismas. Escribió al general James A. Garfield, que era entonces candidato
a presidente, y le preguntó si era cierto que había sido peón de remolque en un
canal; y Garfield le respondió. Escribió al general Grant para inquirir sobre
determinada batalla; y Grant le envió un mapa dibujado por él, y lo invitó a
comer con él y a pasar la noche charlando. Bok tenía entonces catorce años.
Escribió a Emerson y lo alentó a hablar de su persona. Este mensajero de la
Western Union mantenía bien pronto correspondencia con muchas de las personas
más famosas del país: Emerson, Phillips Brooks, Oliver
Wendell Holmes, Longfellow, la Sra. de Abraham Lincoln, Louisa May Alcott, el
general Sherman y Jefferson Davis.
No solamente cruzaba cartas con ellas, sino que tan pronto como obtuvo
vacaciones visitó a muchas de estas personas, y fue recibido como un huésped
predilecto. Tal experiencia le dio una confianza que fue de valor incalculable
para su vida ulterior. Estos hombres y estas mujeres de fama le inculcaron una
visión y una ambición que revolucionaron su vida. Y permítaseme repetir que todo
esto sólo fue posible por la aplicación de los principios de que hablamos aquí
Isaac F. Marcosson, que es probablemente el campeón mundial de las entrevistas
de celebridades, declaraba que muchas personas no logran causar una impresión
favorable porque no escuchan con atención. "Están tan preocupados por lo que van
a decir, que no escuchan nada... Hombres famosos me han dicho que prefieren
buenos oyentes a buenos conversadores, pero que la habilidad para escuchar
parece más rara que cualquier otra cualidad humana."
Y no solamente los grandes hombres desean tener buenos oyentes, sino que también
ocurre lo mismo con la gente común. Ya lo dijo la revista Selecciones del
Reader's Digest cierta vez: "Muchas personas llaman a un médico, cuando lo que
necesitan es alguien que los escuche".
Durante las horas más sombrías de la Guerra Civil, Lincoln escribió a un viejo
amigo de Springfield, Illinois, pidiéndole que fuera a Washington. Lincoln decía
que tenía algunos problemas que tratar con él. El viejo vecino fue a la Casa
Blanca y Lincoln le habló durante horas acerca de la conveniencia de dar una
proclama de liberación de los esclavos. Lincoln recorrió todos los argumentos en
favor y en contra de tal decisión, y luego leyó artículos periodísticos y
cartas, algunos de los cuales lo censuraban por no liberar a los esclavos, en
tanto que otros lo censuraban por el temor de que los liberara. Después de
hablar y hablar durante horas, Lincoln estrechó la mano de su viejo amigo, se
despidió de él y lo envió de regreso a Illinois, sin pedirle siquiera una
opinión. Lincoln era el único que había hablado. Esto pareció despejarle la
mente: "Pareció sentirse mucho más a sus anchas después de la conversación",
relataba después el amigo. Lincoln no quería consejo. Sólo quería un oyente
amigo, comprensivo, ante quien volcar sus ideas. Eso es todo lo que nos hace
falta cuando nos vemos en dificultades. Eso es, frecuentemente, lo que quiere el
cliente irritado, o el empleado insatisfecho, o el amigo disgustado.
Uno de los más grandes en el arte de escuchar, en los tiempos modernos, fue el
famoso psicólogo Sigmund Freud. Un hombre que conoció a Freud describió su modo
de escuchar: "Me impresionó tanto que no lo olvidaré jamás. Tenía cualidades que
nunca he visto en ningún otro hombre. Yo nunca había visto una atención tan
concentrada. Y no se trataba en absoluto de una mirada penetrante y agresiva.
Sus ojos eran cálidos y simpáticos. Su voz era grave y bondadosa. Gesticulaba
poco. Pero la atención que me prestó, su captación de lo que yo decía, aun
cuando me expresara mal, eran extraordinarias. Es indescriptible lo que se
siente cuando uno es escuchado así':
Si quiere usted que la gente lo eluda y se ría de usted apenas le vuelve la
espalda, y hasta lo desprecie, aquí tiene la receta: Jamás escuche mientras
hablen los demás. Hable incesantemente de sí mismo. Si se le ocurre una idea
cuando su interlocutor está hablando, no lo deje terminar. No es tan vivo como
usted. ¿Por qué ha de perder el tiempo escuchando su estúpida charla?
Interrúmpalo en medio de una frase.
¿Conoce usted a alguien que proceda así? Yo sí, desgraciadamente; y lo asombroso
es que algunos de ellos figuran destacadamente en la sociedad.
:Majaderos, esto es lo que son: majaderos embriagados por su propio yo, ebrios
por la idea de su propia importancia.
La persona que sólo habla de sí, sólo piensa en sí. Y la "persona que sólo
piensa en sí mismo -dice el Dr. Nicholas Murray Butler, presidente de la
Universidad de Columbia- carece de toda educación". "No es educado -dice el Dr.
Butler-, por mucha instrucción que tenga."
De manera que si aspira usted a ser un buen conversador, sea un oyente atento.
Para ser interesante, hay que interesarse. Pregunte cosas que su interlocutor se
complacerá en responder. Aliéntelo a hablar de sí mismo y de sus experiencias.
Recuerde que la persona con quien habla usted está cien veces más interesada en
sí misma y en sus necesidades y sus problemas que en usted y sus problemas. Su
dolor de muelas le importa más que una epidemia que mate a un millón de personas
en China. Un forúnculo en el cuello significa para él una catástrofe mayor que
cuarenta terremotos en África. Piense en eso la próxima vez que inicie una
conversación.
REGLA 4 Sea un buen oyente. Anime a los demás a que hablen de sí mismos.
5 CÓMO INTERESAR A LA GENTE
"Todos los que visitaron a Theodore Roosevelt en Oyster Bay quedaron asombrados
por la profundidad y la diversidad de sus conocimientos. Fuese un vaquero o un
soldado de caballería, un político de Nueva York o un diplomático quien lo
visitaba, Roosevelt sabía de qué hablar. ¿Cómo lo lograba? Muy sencilla es la
respuesta. Siempre que Roosevelt esperaba a un visitante se quedaba hasta muy
tarde, la noche anterior a su llegada, instruyéndose en el tema sobre el cual
sabía que se interesaba particularmente el huésped esperado.
Porque Roosevelt no ignoraba, como los grandes líderes, que el camino real hasta
el corazón es hablarle de las cosas que más preciadas le son.
El cordial William Lyon Phelps, ensayista y profesor de Literatura en Yale,
aprendió esta lección al comenzar la vida.
"Cuando tenía ocho anos y me encontraba un fin de semana de visita en casa de mi
tía Libby Linsley, en Stratford, sobre el Housatonic -escribe Phelps en su
ensayo sobre `Human Nature'-, llegó una noche un hombre maduro, y después de una
cortés escaramuza verbal con mi tía volcó su atención en mí. Por aquel entonces
me entusiasmaban los botes y los barcos, y el visitante trató este tema de una
manera que me pareció sumamente interesante. Cuando se retiró, hablé de él con
entusiasmo. ¡Qué hombre! ¡Y cómo se interesaba por la navegación! Mi tía me
informó que era un abogado de Nueva York; que no tenía interés alguno en botes
ni en barcos. Pero, ¿por qué no hizo más que hablar de botes?
"-Porque es un caballero -respondió mi tía-. Advirtió que te interesaban los
botes, y habló de las cosas que sabía te interesarían y agradarían. Quiso
hacerse agradable.
"Nunca olvidé las palabras de mi tía."
Al escribir este capítulo tengo a la vista una carta de Edward L. Chalif, quien
se dedicó activamente a la obra de los boy-scouts.
"Un día -escribía el Sr. Chalif- comprobé que necesitaba un favor. Se estaba por
realizar una gran convención de boy-scouts en Europa, y quería que el presidente
de una de las más grandes empresas del país pagara los gastos de viaje de uno de
nuestros niños.
"Afortunadamente, poco antes de ir a ver a este hombre, supe que había extendido
un cheque por un millón de dólares y que, después de pagado, y cancelado, le
había sido devuelto para que lo pusiera en un marco.
"Lo primero que hice cuando entré a su despacho fue pedirle que me mostrara ese
cheque. ¡Un cheque por un millón de dólares! Le dije que no sabía de otra
persona que hubiera extendido un cheque por esa suma, y que quería contar a mis
niños que había visto un cheque por un millón. Me lo mostró de buena gana; yo lo
admiré y le pedí que me dijera cómo había llegado a extenderlo."
Ya habrá notado usted, ¿verdad?, que el Sr. Chalif no empezó a hablar de los
boy-scouts ni de la convención en Europa, ni de lo que él quería. Habló sobre lo
que interesaba al interlocutor. Veamos el resultado:
"Por fin, el hombre a quien entrevistaba me dijo: "-Ah, ahora que recuerdo.
¿Para qué vino a verme?
"Se lo dije. Y con gran sorpresa mía, no solamente accedió inmediatamente a lo
que le solicitaba, sino que concedió mucho más. Yo le pedía que enviara un solo
niño a Europa, y en cambio él decidió enviar a cinco niños, y a mí mismo; me
entregó una carta de crédito por mil dólares y me pidió que nos quedáramos siete
semanas en Europa. Además, me dio cartas de presentación para los jefes de sus
sucursales, a fin de que se pusieran a nuestro servicio; y él mismo nos recibió
en París y nos mostró la ciudad. Desde entonces ha dado empleo a algunos de
nuestros niños cuyos padres estaban necesitados; y no ha dejado de favorecer
jamás a nuestro grupo.
"Pero bien sé que si yo no hubiese descubierto primero el interés principal de
este hombre, y no le hubiera hablado de ello, no lo habría encontrado tan fácil
de convencer."
¿Es valiosa esa técnica para emplearla en los negocios? Veamos. Tomemos el
ejemplo de Henry G. Duvernoy, de la empresa Duvernoy & Sons, una de las mejores
panaderías de Nueva York.
El Sr. Duvernoy quería vender pan a cierto hotel de la ciudad. Durante cuatro
años había visitado al cliente todas las semanas. Asistía a las mismas fiestas
que. el gerente. Le hablaba en todas partes. Hasta tomó habitaciones en el hotel
y vivió allí para tratar de hacer el negocio. Pero todo sin resultado.
"Entonces -nos dijo el Sr. Duvemoy- estudié relaciones humanas y resolví cambiar
de táctica. Decidí investigar qué interesaba a este hombre, qué despertaba su
entusiasmo.
"Descubrí que pertenecía a una sociedad de hoteleros llamada Hotel Greeters. No
solamente pertenecía a ella sino que, merced a su gran entusiasmo, se le había
llevado a la presidencia de la organización, y también a la de la entidad
internacional. En cualquier parte donde se efectuaran las convenciones, este
hombre asistía siempre, aunque tuviese que volar sobre montañas o cruzar
desiertos y mares.
"Así pues, apenas lo vi, al día siguiente, empecé a hablarle de la entidad. ¡Qué
respuesta obtuve! Me habló durante media hora acerca de aquel tema, vibrante de
entusiasmo. Advertí fácilmente que esta
sociedad era su pasatiempo, la pasión de su vida. Antes de salir de su oficina
ya me había "convencido" de que fuera socio de su organización.
"Pero yo no había hablado una palabra del pan. Y unos días más tarde un empleado
del hotel me habló por teléfono para que enviara muestras y precios de nuestro
producto.
"-No sé -me dijo el empleado- qué ha hecho con el gerente. Pero lo cierto es que
está encantado con usted. " ¡Imagínense! Durante cuatro años había perseguido a
aquel gerente procurando que me comprara nuestros productos, y todavía lo
seguiría buscando si por fin no me hubiese tomado el leve trabajo de saber qué
le interesaba y de qué le gustaba hablar."
Edward E. Harriman, de llagerstown, Maryland, decidió vivir en el hermoso Valle
Cumberland de Maryland después de completar su servicio militar.
Lamentablemente, en aquel momento había pocos empleos disponibles en la zona.
Una pequeña investigación sacó a luz el hecho de que muchas empresas de la
región eran propiedad de un hombre que había triunfado espectacularmente en el
mundo de los negocios, R. J. Funkhouser, cuyo ascenso de la pobreza a la
opulencia intrigó al señor Harriman. No obstante, este empresario tenía fama de
inaccesible para la gente que buscaba empleo. El señor Harriman nos escribió:
"Entrevisté a bastante gente, y descubrí que todos los intereses de Funkhouser
estaban concentrados en su actividad tras el poder y el dinero. Como se protegía
de la gente como yo por medio de una secretaria leal y severa, estudié los
intereses y objetivos de ella, y recién entonces hice una visita sin anuncio
previo a su oficina. Desde hacía unos quince años esta mujer había sido el
satélite que giraba en la órbita del señor Funkhouser. Cuando le dije que tenía
una proposición para él que podía resultar en un crédito financiero y político,
se interesó. También conversé con ella sobre su participación constructiva en el
éxito de su patrón. Después de esta conversación, me concedió una cita con
Funkhouser.
"Entré en su enorme e impresionante oficina decidido a no pedir directamente un
empleo. El hombre estaba sentado detrás de un gigantesco escritorio, y no bien
me vio, tronó:
"-¿Qué pasa con usted, jovencito?
"-Señor Funkhouser -le dije-, creo que puedo hacerle ganar dinero.
"Inmediatamente se levantó y me invitó a sentarme en uno de los sillones. Le
hice una lista de mis ideas y también de los antecedentes personales que me
ponían en condiciones de hacer realidad esas ideas, subrayando los aspectos en
que podrían contribuir a su éxito personal y al de sus empresas.
`R. J.', como llegué a conocerlo después, me contrató al instante, y durante
veinte años he trabajado para él, y he prosperado junto. con sus empresas."
Hablar en términos de los intereses de la otra persona es beneficioso para las
dos partes. Howard Z. Herzig, líder en el campo de las comunicaciones
empresariales, siempre ha seguido este principio. Cuando se le preguntó qué
obtenía de ello, el señor Herzig respondió que recibía una recompensa diferente
de cada persona, y que esas recompensas siempre habían dado por resultado una
amp liación en su vida.
REGLA 5 Hable siempre de lo que interesa a los demás.
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