Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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TERCERA PARTE
LOGRE QUE LOS DEMÁS PIENSEN COMO USTED
1 NO ES POSIBLE GANAR UNA DISCUSIÓN
Poco después de terminada la guerra aprendí una lección inolvidable. Estaba
entonces en Londres, como apoderado de Sir Ross Smith. Durante la guerra, Sir
Ross había sido el as australiano en Palestina; y, poco después de lograda la
paz, dejó atónito al mundo con un vuelo de treinta días sobre la mitad de su
circunferencia terrestre. Jamás se había intentado una hazaña así. El gobierno
australiano lo premió con cincuenta mil dólares; el Rey de Inglaterra lo nombró
caballero del Imperio; y por un tiempo fue el hombre de quien más se hablaba en
todo ese Imperio. Una noche concurrí a un banquete que se servía en honor de Sir
Ross; durante la comida, el comensal sentado a mi lado narró un relato
humorístico basado en la cita: "Hay una divinidad que forja nuestros fines, por
mucho que queramos alterarlos".
El comensal dijo que esta cita era de la Biblia. Se equivocaba. Yo lo sabía. Lo
sabía positivamente. No me cabía ni asomo de duda. Y así, pues, para satisfacer
mis deseos de importancia y exhibir mi superioridad, me designé corrector
honorario, sin que nadie me lo pidiera y con evidente desgano por parte del
interesado. Este insistió en su versión. ¿Qué? ¿De Shakespeare? ¡Imposible!
¡Absurdo! Esa cita era de la Biblia. ¡Bien lo sabía él! El narrador estaba
sentado a mi derecha; y el Sr. Frank Gammond, viejo amigo mío, a mi izquierda.
Gammond había dedicado muchos años al estudio de Shakespeare. El narrador y yo
convinimos en someter la cuestión al señor Gammond. Este escuchó, me dio un
puntapié por debajo de la mesa, y dijo:
-Dale, este señor tiene razón. La cita es de la Biblia. En camino a casa aquella
noche dije al Sr. Gammond: -Frank, bien sabes que esa cita era de Shakespeare.
-Sí, es claro. Hamlet, acto V, escena 2. Pero estábamos allí como invitados a
una fiesta, querido Dale. ¿Por qué demostrar a un hombre que se equivoca? ¿Has
de agradarle con eso? ¿Por qué no dejarle que salve su dignidad? No te pidió una
opinión. No le hacía falta. ¿Por qué discutir con él? Hay que evitar siempre el
ángulo agudo.
"Hay que evitar siempre el ángulo agudo." Ha muerto ya el hombre que dijo esto,
pero la lección que me dio sigue su curso.
Era una lección muy necesaria para mí, un discutidor inveterado. En mi juventud
había discutido de todo con mi hermano. En el colegio estudié lógica y
argumentación, y participé en torneos de debate. Posteriormente, en Nueva York,
dicté cursos sobre debate y argumentación; y una vez, me avergüenza confesarlo,
pensé escribir un libro sobre el tema. Desde entonces he escuchado, criticado,
participado y estudiado los efectos de miles de discusiones. Como resultado de
todo ello he llegado a la conclusión de que sólo hay un modo de sacar la mejor
parte de una discusión: evitarla. Evitarla como se evitaría una víbora de
cascabel o un terremoto.
Nueve veces de cada diez, cuando termina la discusión cada uno de los
contendores está más convencido que nunca de que la razón está de su parte.
No se puede ganar una discusión. Es imposible porque, si se pierde, ya está
perdida; y si se gana, se pierde. ¿Por qué? Pues, suponga usted que triunfa
sobre el rival, que destruye sus argumentos y demuestra que es non compos
mentis. ¿Y qué? Se sentirá usted satisfecho. Pero, ¿y él? Le ha hecho sentirse
inferior. Ha lastimado su orgullo. Ha hecho que se duela de ver que usted
triunfa. Y "un hombre convencido contra su voluntad sigue siendo de la misma
opinión".
Hace años, un belicoso irlandés llamado Patrick J. O'Haire ingresó en una de mis
clases. Tenía poca instrucción pero ¡cómo le gustaba discutir! Había sido chofer
y se inscribió en mis cursos porque trataba por entonces, sin mucho resultado,
de vender camiones. Unas pocas preguntas permitieron destacar el hecho de que no
hacía más que discutir y pelear con las personas a quienes quería vender sus
camiones. Si un presunto comprador decía algo en contra de los camiones que
vendía, Pat se enceguecía y se lanzaba al ataque. Él mismo nos lo contaba:
-A menudo he salido de la oficina de un futuro cliente diciéndome: Se las he
cantado claras a ese pajarraco. -Sí, es cierto que se las había cantado claras,
pero no le había vendido nada.
Mi primer problema no fue el de enseñar a Patrick J. O'Haire a hablar. Mi misión
inmediata era enseñarle a abstenerse de hablar y evitar las luchas verbales.
El Sr. O'Haire es ahora uno de los mejores vendedores que tiene en Nueva York la
White Motor Company. ¿Cómo lo ha conseguido? Escuchemos su relato:
"Si entro ahora en la oficina de un presunto comprador y me dice:
"-¿Qué? ¿Un camión White? ¡No sirven para nada! Yo no usaría uno aunque me lo
regalaran. Voy a comprar un camión Tal.
"Yo le respondo:
"-Amigo mío, escúcheme. El camión Tal es muy bueno. Si lo compra no se
arrepentirá. Los camiones Tales son fabricados por una buena compañía.
"El presunto comprador queda sin habla entonces. Ya no hay terreno para
discutir. Si me dice que el Tal es el mejor camión, y yo asiento, tiene que
callarse. No se puede pasar el día diciendo: `Es el mejor', cuando yo estoy de
acuerdo. Abandonamos entonces el tema del camión Tal y yo empiezo a hablar de
las condiciones del camión White.
"Hubo una época en que si una persona me hubiera hablado así yo habría perdido
el tino. Habría empezado a discutir contra el Tal; y cuanto más hablara tanto
mas discutiría el comprador, en favor del rival; y cuanto más discutiera el
comprador, tanto más fácil sería a los rivales vender su camión.
"Al recordar ahora aquellas cosas, me pregunto cómo pude vender jamás un camión.
Perdí muchos años de vida por discutir y pelear. Ahora cierro la boca. Da mejor
resultado."
Ya lo dijo Benjamín Franklin:
"Si discute usted, y pelea y contradice, puede lograr a veces un triunfo; pero
será un triunfo vacío, porque jamás obtendrá la buena voluntad del
contrincante."
Piense, pues, en esto. ¿Qué prefiere tener: una victoria académica, teatral, o
la buena voluntad de un hombre? Muy pocas veces obtendrá las dos cosas. El
diario The Boston Transcript publicó una vez este significativo epitafio en
solfa:
Yacen aquí los despojos de un pobre viajero. Murió defendiendo su derecho de
paso: Razón le sobraba, estaba en lo justo, lo cierto. Mas tan muerto está como
si hubiera errado.
Puede tener usted razón, puede estar en lo cierto cuando discute; pero en cuanto
a modificar el criterio del contendor lo mismo sería que se equivocara usted en
los argumentos.
Frederick J. Parsons, consultor especializado en impuesto a la renta, relataba
que durante una hora estuvo discutiendo con un inspector del gobierno sobre
cuestión de impuestos: una partida de nueve mil dólares. El Sr. Parsons sostenía
que esos nueve mil dólares eran en realidad una deuda incobrable, que jamás
serían percibidos y que no debían ser afectados por el impuesto.
- ¡Nada de deudas incobrables! -respondió el inspector-. Hay que pagar el
impuesto.
"Este inspector -narraba el Sr. Parsons ante nuestra clase- era arrogante y
empecinado. Razonar con él estaba de más; señalar los hechos también... Cuanto
más discutíamos, tanto más empecinado se ponía. Decidí entonces evitar la
discusión, cambiar de tema, y hacerle ver mi apreciación por su importancia.
"-Supongo -le dije- que este asunto es pequeño en comparación con las decisiones
realmente importantes y difíciles que tendrá que adoptar usted tantas veces. -Yo
he estudiado la cuestión impositiva, pero sólo en los libros. Usted obtiene su
conocimiento gracias a la experiencia. A veces desearía tener un empleo como el
suyo. Así podría aprender muchas cosas.
"Dije francamente lo que sentía al respecto. Pues bien: el inspector se irguió
en su silla, se echó hacia atrás y conversó largamente acerca de su trabajo, de
los hábiles fraudes que había descubierto. Su tono se hizo gradualmente más
amistoso; y por fin empezó a hablarme de sus hijos. Al despedirse, me prometió
espontáneamente que estudiaría mejor mi problema y en pocos días me haría
conocer su decisión.
"Tres días más tarde llamó a mi oficina y me informó que había decidido dejar la
declaración de impuestos tal como había sido formulada por mí."
Este inspector demostraba una de las debilidades humanas más comunes. Quería
sentirse importante; y mientras el Sr. Parsons argumentaba con él, satisfacía
ese deseo afirmando bruscamente su autoridad. Pero tan pronto como se admitió su
importancia y se detuvo la discusión, cuando pudo revelar ampliamente su yo, se
convirtió en un ser humano lleno de simpatía y bondad.
Buda dijo: "El odio nunca es vencido por el odio sino por el amor", y un
malentendido no termina nunca gracias una discusión sino gracias al tacto, la
diplomacia, la conciliación, y un sincero deseo de apreciar el punto de vista de
los demás.
Lincoln reprendió cierta vez a un joven oficial del ejército porque se había
dejado llevar a una violenta controversia con un compañero. Y Lincoln dijo así:
"No debe perder tiempo en discusiones personales la persona que está resuelta a
ser lo más que pueda, y menos todavía debe exponerse a las consecuencias,
incluso la ruina de su carácter y la pérdida de su serenidad. Ceded en las cosas
grandes sobre las cuales no podéis exhibir más que derechos iguales; y ceded en
las más pequeñas aunque os sean claramente propias. Mejor es dar paso a un
perro, que ser mordido por él al disputarle ese derecho. Ni aun matando al perro
se curaría de la mordedura".
En un artículo aparecido en "Bits and Pieces"*, se publicaron algunas
sugerencias para impedir que un desacuerdo se transforme en una discusión:
* Trozos y pedazos", publicado por The Economic Press, Fairfield N .J.
Acepte el desacuerdo. Recuerde el slogan: "Cuando dos socios siempre están de
acuerdo, uno de ellos no es necesario". Si hay algo que se le ha pasado por
alto, agradezca a quien se lo recuerde. Quizá este desacuerdo es su oportunidad
de corregirse antes de cometer un grave error.
Desconfíe de su primera impresión instintiva. Nuestra primera reacción natural
en una situación desagradable es ponernos a la defensiva. Puede ser para peor,
no para mejor.
Controle su carácter. Recuerde que se puede medir la dimensión de una persona
por lo que la irrita. Primero, escuche. Dele a su oponente la oportunidad de
hablar. Déjelo terminar. No se resista, defienda ni discuta. Eso sólo levanta
barreras. Trate de construir puentes de comprensión. No construya altos muros de
incomprensión.
Busque las áreas de acuerdo. Una vez que haya oído hasta el fin a su oponente,
exponga antes que nada los puntos y áreas en que están de acuerdo.
Sea honesto. Busque los puntos donde puede admitir su error, y hágalo.
Discúlpese por sus errores. Eso desarmará a sus oponentes y reducirá la actitud
defensiva.
Prometa pensar y analizar con cuidado las ideas de sus oponentes. Y hágalo en
serio. Sus oponentes pueden tener razón. Es mucho más fácil, en este estadio,
acceder a pensar en sus posiciones, antes que avanzar a ciegas y verse después
en una posición en que sus oponentes puedan decir: "Quisimos decírselo, pero
usted no escuchó".
Agradezca sinceramente a sus oponentes por su interés. Cualquiera que se tome el
trabajo de presentar y sostener objeciones está interesado en lo mismo que
usted. Piénselos como gente que realmente quiere ayudarlo, y haga amigos de sus
oponentes.
Posponga la acción de modo que ambos bandos tengan tiempo de repensar el
problema. Sugiera realizar otra reunión más tarde ese mismo día, o al día
siguiente, para presentar nuevos datos. Al prepararse para esta reunión, hágase
algunas preguntas difíciles: ¿Tendrán razón mis oponentes? ¿Tendrán parcialmente
razón? ¿Su posición tiene bases o méritos ciertos? ¿Mi reacción solucionará el
problema, o sólo impedirá mi frustración? ¿Mi reacción acercará o alejará de mí
a mis oponentes? ¿Mi reacción elevará la estima que me tiene la mejor gente?
¿Ganaré o perderé? ¿Qué precio tendré que pagar por ganar? ¿Si no digo nada el
desacuerdo se desvanecerá? ¿Esta ocasión tan difícil es una oportunidad para mí?
Jan Peerce, el tenor de ópera, después de casi cincuenta años de matrimonio,
observó: "Hace mucho tiempo mi esposa y yo hicimos un pacto que hemos mantenido
a pesar de toda la furia que hemos podido llegar a sentir uno hacia el otro.
Cuando uno grita, el otro escucha. Cuando dos personas gritan, no hay
comunicación, sólo ruido y malas vibraciones".
REGLA 1 La única forma de salir ganando de una discusión es evitándola.
2 UN MEDIO SEGURO DE CONQUISTAR ENEMIGOS... Y CÓMO EVITARLO
Cuando Theodore Roosevelt estaba en la Casa Blanca, confesó que si podía tener
razón en el 75 por ciento de los casos, llegaría a la mayor satisfacción de sus
esperanzas.
Si esa era la más alta proporción que podía esperar uno de los hombres más
distinguidos del siglo XX, ¿qué diremos usted o yo?
Si tiene usted la seguridad de estar en lo cierto solamente el 55 por ciento de
las veces, ya puede ir a Wall Street, ganar un millón de dólares por día,
comprarse un yate, casarse con una corista. Y si no puede estar seguro de
hallarse en lo cierto ni siquiera el 55 por ciento de las veces, ¿por qué ha de
decir a los demás que están equivocados?
Puede decirse a la otra persona que se equivoca, con una mirada o una entonación
o un gesto, tan elocuentemente como con palabras, y si le dice usted que se
equivoca, ¿quiere hacerle convenir por usted? ¡Jamás! Porque ha asestado un
golpe directo a su inteligencia, su juicio, su orgullo, su respeto por sí mismo.
Esto hará que quiera devolverle el golpe. Pero nunca que quiera cambiar de idea.
Podrá usted volcar sobre él toda la lógica de un Platón o de un Kant, pero no
alterará sus opiniones, porque ha lastimado sus sentimientos.
No empiece nunca anunciando: "Le voy a demostrar tal y tal cosa ". Está mal. Eso
equivale a decir: "Soy más vivo que usted. Voy decirle una o dos cosas y le haré
cambiar de idea".
Esto es un desafío. Despierta oposición y hace que quien lo escucha quiera
librar batalla con usted, antes e que empiece a hablar.
Es difícil, aun bajo las condiciones más benignas, hacer que los demás cambien
de idea. ¿Por qué hacerlo aún más difícil, pues? ¿Por qué ponerse en desventaja?
Si va usted a demostrar algo, que no lo sepa nadie. Hágalo sutilmente, con tal
destreza que nadie piense que lo está haciendo.
Así - expresó Alexander Pope:
"Se ha de enseñar a los hombres como si no se les enseñara, Y proponerles cosas
ignoradas como si fueran olvidadas." Hace más de trescientos años, Galileo dijo:
"No se le puede enseñar nada a nadie; sólo se lo puede ayudar a que lo encuentre
dentro de sí." Lord Chesterfield dijo así a su hijo:
"Has de ser más sabio que los demás, si puedes; pero no lo digas."
Sócrates decía repetidamente a sus discípulos en Atenas: "Sólo sé que no sé
nada".
Bien: no puedo tener ya la esperanza de ser más inteligente que Sócrates; por lo
tanto, he dejado de decir a los demás que se equivocan. Y compruebo que rinde
beneficios.
Si alguien hace una afirmación que a juicio de usted está errada -sí, aun cuando
usted sepa que está errada- es mucho mejor empezar diciendo: "Bien, escuche. Yo
pienso de otro modo, pero quizá me equivoque. Me equivoco con tanta
frecuencia... Y si me equivoco, quiero corregir mi error. Examinemos los
hechos".
Hay algo de mágico, positivamente mágico, en frases como esas: "Quizá me
equivoque". "Me equivoco con tanta frecuencia..."
Nadie en el mundo o fuera de él objetará nada si usted dice: "Quizá me
equivoque. Examinemos los hechos ".
Uno de los miembros de nuestras clases usaba este método para tratar con sus
clientes; era Harold Reinke, concesionario de la empresa Dodge en Billing,
Montana. Nos contó que las presiones del negocio de venta de automóviles lo
habían llevado a desplegar una dureza inusual al enfrentarse con las quejas de
sus clientes. Esto provocaba discusiones, pérdida de negocios y un malestar
generalizado.
Le contó a la clase en la que se hallaba:
-Cuando llegué a reconocer que esta actitud me estaba llevando a la quiebra,
probé una táctica distinta. Empecé a decir:
"En nuestra agencia hemos cometido tantos errores, que con frecuencia me siento
avergonzado. Es posible que nos hayamos equivocado en su caso. Dígame cómo fue".
"Este enfoque desarma a los quejosos, y cuando el cliente termina de liberar sus
sentimientos suele mostrarse mucho más razonable que antes. De hecho, muchos
clientes me han agradecido por mi comprensión. Y dos de ellos incluso han traído
amigos a comprar autos a mi agencia. En este mercado tan competitivo,
necesitamos siempre más de este tipo de clientes, y creo que mostrando respeto
por las opiniones de todos los clientes y tratándolos con diplomacia y cortesía
podré ponerme a la cabeza de la competencia."
Jamás se verá en aprietos por admitir que quizá se equivoque. Eso detendrá todas
las discusiones y dará a la otra persona el_deseo de ser tan justo y ecuánime
como usted. Le hará admitir que también él puede equivocarse.
Si usted sabe positivamente que la otra persona se equivoca, y se lo dice usted
redondamente, ¿qué ocurre? Tomemos un ejemplo específico. El Sr. S., joven
abogado de Nueva York, debatía un caso muy importante, hace poco, ante la
Suprema Corte de los Estados Unidos (Lustgarten v Fleet Corporation 280 U.S.
320). Del proceso dependía la posesión de una vasta suma de dinero, y también la
dilucidación de una importante deuda legal.
Durante el debate, uno de los ministros de la Corte dijo al Sr. S.:
-El estatuto de limitaciones en derecho marítimo es de seis años, ¿verdad?
El Sr. S. se detuvo, miró al ministro por un momento y contestó después,
rotundamente:
-Usía: no hay estatuto de limitaciones en derecho marítimo.
"Se hizo el silencio en la sala del tribunal -decía el Sr. S. al narrar este
episodio ante una de nuestras clases -y pareció que la temperatura ambiente
había bajado a cero. Yo tenía razón. El ministro de la Corte estaba equivocado.
Y yo se lo señalé. Pero, ¿lo bienquisté conmigo? No. Sigo creyendo que en aquel
caso el derecho estaba de mi parte. Y sé que defendí mi caso como jamás lo he
hecho. Pero no conseguí persuadir al tribunal. Cometí el enorme error de decir a
un hombre famoso y muy culto que se equivocaba."
Pocas personas son lógicas. Casi todos tenemos prejuicios e ideas preconcebidas.
Casi todos nos hallamos cegados por esas ideas, por los celos, sospechas,
temores, envidia y orgullo. Y en su mayoría las personas no quieren cambiar de
idea acerca de su religión, o su corte de cabello, o el comunismo, o su astro de
cine favorito. De manera que si usted suele decir a los demás que se equivocan,
sírvase leer el siguiente párrafo todas las mañanas antes del desayuno. Es del
ilustrativo libro “La mente en proceso”, del profesor James Harvey Robinson:
A veces notamos que vamos cambiando de idea sin resistencia alguna, sin
emociones fuertes, pero si se nos dice que nos equivocamos nos enoja la
imputación, y endurecemos el corazón. Somos increíblemente incautos en la
formación de nuestras creencias, pero nos vemos llenos de una ilícita pasión por
ellas cuando alguien se propone privarnos de su compañía. Es evidente que lo que
nos resulta caro no son las ideas mismas, sino nuestra estima personal, que se
ve amenazada... Esa palabrita "mi" es la más importante en los asuntos humanos,
y el comienzo de la sabiduría consiste en advertir todo su valor. Tiene la misma
fuerza siempre, sea que se aplique a "mi" comida, "mi" perro, y "mi" casa, o a
"mi" padre, "mi" patria, y "mi" Dios. No solamente nos irrita la imputación de
que nuestro reloj funciona mal o nuestro coche ya es viejo, sino también la de
que puede someterse a revisión nuestro concepto de los canales de Marte, de la
pronunciación de "Epicteto", del valor medicinal del salicilato, o de la fecha
en que vivió Sargón I... Nos gusta seguir creyendo en lo que hemos llegado a
aceptar como exacto, y el resentimiento que se despierta cuando alguien expresa
duda acerca de cualquiera de nuestras presunciones nos lleva a buscar toda
suerte de excusas para aferrarnos a ellas. El resultado es que la mayor parte de
lo que llamamos razonamiento consiste en encontrar argumentos para seguir
creyendo lo que ya creemos.
Carl Rogers, el eminente psicólogo, escribió en su libro Realización de una
persona*:
* Adaptado de Carl Rogers, “On Becoming a Person”, Boston, Houghton Mifflin Co.,
1961, págs. 18 y sigs.
Me ha resultado de enorme valor permitirme comprender a la otra persona. Puede
resultarles extraño el modo en que he formulado la frase. ¿Acaso es necesario
permitirse comprender a otro? Creo que lo es. Nuestra primera reacción a la
mayoría de las proposiciones (que oímos en boca del prójimo) es una evaluación o
un juicio, antes que una comprensión. Cuando alguien expresa un sentimiento,
opinión o creencia, nuestra tendencia es casi inmediatamente sentir "tiene
razón", o "qué estúpido", "es anormal", "es irracional", "se equivoca", "es
injusto". Es muy raro que nos permitamos comprender precisamente qué sentido le
ha dado a sus palabras la otra persona.
Yo encargué una vez a un decorador de interiores que hiciera ciertos cortinados
para mi casa. Cuando llegó la cuenta, quedé sin aliento.
Pocos días más tarde nos visitó una amiga, que vio los cortinados. Se mencionó
el precio, y la amiga exclamó con una nota de triunfo en la voz:
-¿Qué? ¡Es una enormidad! Parece que se ha dejado engañar esta vez.
¿Era cierto? Sí, era la verdad, pero a pocas personas les gusta escuchar una
verdad que es denigrante para su juicio. Por ser humano traté de defenderme.
Señalé que lo mejor es con el tiempo lo más barato, que no se encuentra buena
calidad y gusto artístico a precios de liquidación, y así por el estilo.
Al día siguiente nos visitó otra amiga, que admiró los cortinados, se mostró
entusiasmada, y expresó el deseo de poder estar en condiciones de adquirir cosas
parecidas para su hogar. Mi reacción fue del todo diferente.
-Para decirle la verdad -reconocí-, yo no puedo darme estos lujos. Pagué
demasiado. Ahora lamento haber encargado esos cortinados.
Cuando nos equivocamos, a veces lo admitimos para nuestros adentros. Y si se nos
sabe llevar, con suavidad y con tacto, quizá lo admitamos ante los demás y acaso
lleguemos a enorgullecernos de nuestra franqueza y ecuanimidad en tal caso. Pero
no ocurre así cuando otra persona trata de meternos a golpes en la garganta el
hecho poco sabroso de que no tenemos razón.
Horace Greeley, el más famoso periodista de los Estados Unidos durante la Guerra
Civil, estaba en violento desacuerdo con la política de Lincoln. Creía que podía
obligar a Lincoln a convenir con él mediante una campaña de argumentación,
burlas e insultos. Libró esta acerba campaña mes tras mes, año tras año. Hasta
la noche en que Booth hirió a Lincoln, escribió un ataque personal de tono
brutal, amargo, sarcástico, contra el presidente.
Pero, ¿consiguió Greeley, con esta acerbidad, que Lincoln estuviera de acuerdo
con él? Jamás. La burla y el insulto no sirven para esto.
Si quiere usted conocer algunas indicaciones excelentes acerca de la manera de
tratar con las personas, de dominarse y mejorar su personalidad, lea la
autobiografía de Benjamin Franklin, una de las obras más fascinadoras que se han
escrito, clásica en la literatura norteamericana.
En esta historia de su vida, Franklin narra cómo triunfó sobre el hábito inicuo
de discutir, y se transformó en uno de los hombres más capaces, suaves y
diplomáticos que figuran en la historia nacional.
Un día, cuando Franklin era un jovenzuelo arrebatado, un viejo cuáquero, amigo
suyo, lo llevó a un lado y le descargó unas cuantas verdades, algo así como
esto:
Ben, eres imposible. Tus opiniones son como una cachetada para quien difiera
contigo. Tan es así, que ya a nadie interesan tus opiniones. Tus amigos van
descubriendo que lo pasan mejor cuando no estás con ellos. Sabes tanto, que
nadie te puede decir nada. Por cierto que nadie va a intentarlo siquiera, porque
ese esfuerzo sólo le produciría incomodidades y trabajos. Por tal razón, es
probable que jamás llegues a saber más de lo que sabes ahora, que es muy poco.
Uno de los rasgos mas hermosos que ha tenido Franklin, a mi juicio, es la forma
en que aceptó esta dolorosa lección. Tenía ya edad suficiente, y suficiente
cordura, para comprender que era exacta, que si seguía como hasta entonces sólo
podría llegar al fracaso y a la catástrofe social. Dio, pues, una media vuelta.
Comenzó inmediatamente a modificar su actitud insolente, llena de prejuicios.
"Adopté la regla -refiere Franklin en su biografía- de eludir toda contradicción
directa de los sentimientos de los demás, y toda afirmación positiva de los
míos. Hasta me prohibí el empleo de aquellas palabras o expresiones que
significan una opinión fija, como `por cierto', `indudablemente', etc., y
adopté, en lugar de ellas, `creo', `entiendo', o `imagino' que una cosa es así;
o `así me parece por el momento'. Cuando otra persona aseguraba algo que a mi
juicio era un error, yo me negaba el placer de contradecirla abiertamente y de
demostrar en seguida algún absurdo en sus palabras: y al responder comenzaba
observando que en ciertos casos o circunstancias su opinión sería acertada, pero
que, en el caso presente me parecía que habría cierta diferencia, etc. Pronto
advertí las ventajas de este cambio de actitud. Las conversaciones que entablaba
procedían más agradablemente; la forma modesta en que exponía mis opiniones les
procuraba una recepción más pronta y menos contradicción; me veía menos
mortificado cuando notaba que estaba en error, y conseguía más fácilmente que
los otros admitieran sus errores y se sumaran a mi opinión cuando era la justa.
"Y esta manera de actuar, que al principio empleé con cierta violencia en cuanto
a las inclinaciones naturales, se hizo con el tiempo tan fácil, y fue tan
habitual, que acaso en los últimos cincuenta años nadie ha escuchado de mis
labios una expresión dogmática. Y a esta costumbre (después de mi carácter de
integridad) considero deber principalmente el hecho de que tuve tanto peso ante
mis conciudadanos cuando propuse nuevas instituciones, o alteraciones en las
antiguas, y tanta influencia en los consejos públicos cuando fui miembro de
ellos; porque yo era un mal orador, jamás elocuente, sujeto a mucha vacilación
en mi elección de las palabras, incorrecto en el idioma, y sin embargo
generalmente hice valer mis opiniones."
¿Qué resultado dan en los negocios los métodos de Benjamín Franklin? Veamos dos
ejemplos.
Katherine A. Allred, de Kings Mountain, Carolina del Norte, es supervisora de
ingeniería industrial en una fábrica textil. Le contó a una de nuestras clases
cómo manejó un problema delicado antes y después de seguir nuestro curso:
-Parte de mi responsabilidad -dijo-, es crear y mantener sistemas y normas de
incentivación para nuestros operarios, de modo que puedan hacer más dinero
produciendo más hilados. El sistema que habíamos estado usando funcionaba muy
bien cuando sólo teníamos dos o tres tipos diferentes de hilado, pero
recientemente ampliamos nuestro inventario e instalaciones de modo de
permitirnos producir más de doce variedades diferentes. El sistema actual ya no
es adecuado para pagar con justicia a los operarios por el trabajo que realizan
dándoles un incentivo para aumentar la producción. Yo había ideado un sistema
nuevo que nos permitiría pagarle al operario por la clase de hilado que
estuviera produciendo en cada momento. Con mi nuevo sistema en la mano, entré a
una reunión de directorio decidida a probar que mi idea era la más adecuada. Les
expliqué en detalle en qué se habían equivocado y les mostré lo injustos que
habían sido, y les dije que yo tenía todas las respuestas que necesitaban. Para
decirlo suavemente, fracasé miserablemente. Me había afanado tanto en defender
mi nuevo sistema, que no les había dado oportunidad de admitir decorosamente que
el viejo sistema ya no les servía. La cuestión quedó congelada.
"Después de varias clases en este curso, comprendí muy bien dónde había estado
mi error. Pedí otra reunión, y esta vez les pregunté dónde creían que tenían
problemas. Discutimos cada punto, y les pedí sus opiniones sobre los mejores
modos de proceder. Con unas pocas sugerencias lanzadas aquí y allá, dejé que
ellos mismos presentaran mi sistema. Al final de la reunión, cuando lo expuse lo
aceptaron con entusiasmo.
"Ahora estoy convencida de que no puede lograrse nada bueno, y sí puede hacerse
mucho daño, si uno le dice directamente a una persona que está equivocada. Sólo
se consigue despojar a esa persona de su autodignidad, y uno queda como un
entrometido."
Tomemos otro ejemplo, y recordemos que estos casos son típicos de las
experiencias de miles de personas. R. V. Crowley es vendedor en una gran empresa
maderera de Nueva York. Crowley admite que durante años estuvo diciendo que se
equivocaban a muchos experimentados inspectores de maderas. Y había ganado las
discusiones. Pero sin ningún beneficio. "Porque estos inspectores -dijo el Sr.
Crowley- son como árbitros de fútbol. Una vez que llegan a una decisión no la
cambian más."
El Sr. Crowley comprobó que su empresa perdía mucho dinero gracias a las
discusiones qu e él ganaba. De modo que, mientras seguía uno de mis cursos,
resolvió cambiar de táctica y renunciar a las discusiones. ¿Con qué resultados?
Veamos el relato que hizo ante sus compañeros de clase.
Una mañana sonó el teléfono de mi oficina. Un hombre acalorado e iracundo
procedió a informarme de que un camión de madera que habíamos enviado a su
fábrica era completamente insatisfactorio. Su firma había dejado de descargarlo
y solicitaba que dispusiéramos inmediatamente lo necesario para retirar la
mercadería de su corralón. Después de descargada aproximadamente la cuarta parte
del envío, el inspector de la empresa informaba que la madera estaba un 55 por
ciento por debajo de la calidad normal. En esas circunstancias, la casa se
negaba a acepar el cargamento.
Salí inmediatamente para la fábrica, y en el camino pensé en la mejor manera de
resolver la situación. En esas circunstancias, yo habría recordado,
ordinariamente, las reglas sobre calidad de la madera, y procurado, como
resultado de mi experiencia y mis conocimientos como inspector de maderas,
convencer al otro inspector de que la madera era de la calidad requerida, y que
él interpretaba erróneamente las reglas de inspección. Pero, en cambio, me
decidí a aplicar los principios aprendidos en estos cursos.
Cuando llegué a la fábrica encontré al comprador y al inspector de muy mal
talante, dispuestos a discutir y pelear. Llegamos hasta el camión y les pedí que
continuaran descargando para poder ver cómo se presentaban las cosas. Pedí al
inspector que siguiera en su tarea y dejara a un lado los rechazos, como había
ve nido haciendo, y pusiera las maderas buenas en otra pila.
Después de contemplarlo por un rato comencé a advertir que su inspección era
estricta en exceso y que no interpretaba bien las reglas. La madera en cuestión
era pino blanco, y yo sabía que el inspector era muy entendido en maderas duras,
pero no tenía competencia ni experiencia en cuanto al pino blanco. En cambio, el
pino blanco es mi fuerte. Sin embargo, no formulé objeción alguna por la forma
en que aquel hombre clasificaba la madera. Seguí mirando, y por fin empecé a
preguntar por qué ciertas piezas eran rechazadas. Ni por un instante insinué que
el inspector se equivocaba. Destaqué que la única razón de mis preguntas era el
deseo de poder dar a la empresa exactamente lo que necesitaba, en los envíos
futuros.
Con estas preguntas, hechas siempre en forma amistosa y de cooperación, y con mi
insistencia en que tenían razón al rechazar tablones que no les satisfacían,
conseguí que las relaciones entre nosotros dejaran de ser tensas. Alguna frase
cuidadosamente formulada por mi parte dio origen, en el ánimo del inspector, a
la idea de que tal vez algunas de las piezas rechazadas estaban en realidad
dentro de la calidad que habría querido comprar, y que las necesidades de la
casa requerían una calidad más costosa. Tuve buen cuidado, no obstante, de no
hacerle pensar que yo defendía un punto de vista opuesto al suyo.
Gradualmente cambió toda su actitud. Por fin admitió que no tenía experiencia en
la clasificación de pino blanco y comenzó a hacerme preguntas acerca de cada una
de las piezas que se descargaban. Yo explicaba entonces por qué tal o cual pieza
entraba dentro de la calidad especificada en el pedido, pero insistiendo siempre
en que no quería que la casa la aceptara si no respondía a sus necesidades. Por
fin el inspector llegó al punto de sentirse culpable cada vez que colocaba un
tablón en la pila de los rechazos. Y por último comprendió que el error había
sido de su empresa, por no especificar en el pedido una calidad tan buena como
la que necesitaban.
El resultado final fue que volvió a revisar todo el cargamento después de
marcharme yo, que aceptó toda la madera y que recibimos un cheque por el pago
total.
En este caso solo un poco de tacto y la decisión de abstenerse de decir a la
otra persona que se equivoca, resultó para mi compañía una economía de una buena
cantidad de dinero contante y sonante, y sería difícil fijar el valor monetario
de la buena voluntad que se salvó por ese medio.
Una vez le preguntaron a Martin Luther King cómo podía admirar, siendo un
pacifista, al General de la Fuerza Aérea Daniel "Chappie" James, que en aquel
entonces era el militar negro de más rango en el país. El Dr. King respondió:
Juzgo a la gente por sus principios, no por los míos.
De modo similar, el General Robert E. Lee le habló una vez al presidente de la
Confederación, Jefferson Davis, en los términos más elogiosos, sobre cierto
oficial bajo su mando. Otro oficial que estaba presente quedó atónito
-General -le dijo-, ¿no sabe que el hombre del que habla con tanta admiración es
uno de sus peores enemigos, que no pierde ocasión de denigrarlo?
-Sí -respondió el General Lee-. Pero el presidente me pidió mi opinión de él, no
la opinión que él tiene de mí.
Pero yo no revelo nada nuevo en este capítulo. Hace diecinueve siglos,
Jesucristo dijo: "Ponte rápidamente de acuerdo con tu adversario".
Y 2.200 años antes del nacimiento de Jesucristo, el Rey Akhtoi de Egipto dio a
un hijo ciertos consejos muy sagaces, consejos que nos son muy necesarios hoy.
"Sé diplomático -le dijo el rey-, te ayudará a obtener tus deseos."
En otras palabras: no hay que discutir con el cliente o con el cónyuge o con el
adversario. No le diga que se equivoca, no lo haga enojar; utilice un poco de
tacto, de diplomacia.
REGLA 2 Demuestre respeto por las opiniones ajenas. jamás diga a una persona que
está equivocada.
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