Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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3 SI SE EQUIVOCA USTED, ADMÍTALO
A un minuto de marcha de mi casa había un amplio terreno con bosques vírgenes,
donde las plantas salvajes florecían en la primavera, donde las ardillas hacían
sus hogares y criaban a sus hijos, y donde los matorrales crecían hasta tapar a
un hombre. Este bosque se llamaba Forest Park, y era un bosque que probablemente
no difiriera mucho en aspecto de lo que era cuando Colón descubrió América. Con
frecuencia iba a pasear por este bosque con Rex, mi pequeño bullterrier de
Boston. Era un perrito amigable, nada dañino, y como rara vez encontrábamos a
alguien en el parque, lo llevaba sin collar y sin bozal.
Un día encontramos a un policía montado, un hombre deseoso de mostrar su
autoridad.
-¿Qué es eso de dejar al perro suelto en el parque, sin bozal? -me reprendió-.
¿No sabe que es ilegal? -Sí, lo sé -respondí suavemente-, pero no creí que
podría hacer daño aquí.
- ¡No creyó! ¡No creyó! La ley no se interesa un pepino por lo que usted cree.
Ese perro puede matar a una ardilla o morder a un niño. Por esta vez no le diré
nada; pero si vuelvo a encontrar a ese perro sin bozal y sin su collar y correa,
lo llevaré ante el juez.
Prometí obedecer.
Y obedecí, unas pocas veces. Pero Rex estaba incómodo con el bozal; y a mí me
dolía ponérselo, de modo que decidí no colocárselo más. Todo marchó bien por un
tiempo, pero de pronto tuvimos un tropiezo. Rex y yo corríamos por un sendero,
cierta tarde, cuando repentinamente vi la majestad de la ley, montada en un
caballo alazán. Rex corría adelante, directamente hacia el policía.
-Yo sabía ya que estaba perdido. No esperé que el policía empezara a hablar. Le
gané. Le dije:
-Agente, me ha sorprendido con las manos en la masa. Soy culpable. No tengo
excusas ni disculpas. La semana pasada me advirtió usted que si volvía a traer
al perro sin bozal me iba a aplicar una multa.
-Sí, es cierto -respondió el agente con tono muy suave-. Pero yo sé que es una
tentación dejar que el pobre perrito corra un poco por aquí, cuando no hay nadie
cerca.
-Claro que es una tentación, pero es contrario a la ley.
-Bueno, un perrito tan chico no va a hacer daño a nadie -recordó el agente.
-No, pero puede matar a alguna ardilla -insistí.
-Vamos, creo que usted está extremando las cosas. Escúcheme. Déjelo correr más
allá de esa colina, donde yo no pueda verlo... y aquí no ha pasado nada.
Aquel agente de policía, por ser humano, quería sentirse importante; cuando yo
empecé a condenar mi proceder, la única forma en que él podía satisfacer su
deseo de importancia era la de asumir una actitud magnánima.
Pero supongamos que yo hubiera tratado de defenderme ... ¿Ha discutido usted
alguna vez con la policía?
En lugar de lanzarme a la batalla contra él, admití desde el principio que la
razón estaba de su parte, que yo no la tenía; lo admití rápidamente,
abiertamente, y con entusiasmo. Y la cuestión terminó agradablemente: él pasó a
ocupar mi parte y yo pasé a ocupar la suya. Si sabemos que de todas maneras se
va a demostrar nuestro error, ¿no es mucho mejor ganar la delantera y
reconocerlo por nuestra cuenta? ¿No es mucho más fácil escuchar la crítica de
nuestros labios que la censura de labios ajenos?
Diga usted de sí mismo todas las cosas derogatorias que sabe está pensando la
otra persona, o quiere decir, o se propone decir, y dígalas antes de que él haya
tenido una oportunidad de formularlas, y le quitará la razón de hablar. Lo
probable -una probabilidad de ciento a uno- es que su contendor asuma entonces
una actitud generosa, de perdón, y trate de restar importancia al error por
usted cometido, exactamente como ocurrió en el episodio del policía montado.
Ferdinand E. Warren, artista comercial, utilizó esta técnica para obtener la
buena voluntad de un comprador petulante, irritable.
El Sr. Warren nos narró su experiencia en estos términos:
"Es de suma importancia, al hacer dibujos para fines de publicidad y para los
periódicos, ser muy preciso y muy exacto.
"Algunos compradores exigen que sus pedidos sean ejecutados inmediatamente, y en
esos casos suelen ocurrir algunos ligeros errores. Yo conocí particularmente a
uno que se complacía en encontrar hasta los menores defectos. A menudo he salido
de su despacho irritado, no por sus críticas sino por sus métodos de ataque.
Hace poco entregué un trabajo apresurado a este comprador y poco después me dijo
por teléfono que fuera inmediatamente a su oficina. Cuando llegué encontré lo
que esperaba y temía. Estaba lleno de hostilidad, encantado de tener una
oportunidad de criticarme. Preguntó, acaloradamente, por qué yo había hecho esto
y aquello. Vi una oportunidad para aplicar la autocrítica, según lo recomendado
en este curso. Así, pues, le contesté:
"-Señor Fulano, si lo que dice usted es cierto, la culpa es mía y no hay excusas
por este error. Después de hacer dibujos para usted durante tanto tiempo, ya
debía saber estas cosas. Estoy avergonzado por lo que ocurre.
"El comprador empezó a defenderme inmediatamente. "-Sí, es cierto -afirmó-, pero
al fin y al cabo no es un error muy grave. Es solamente...
"-Cualquier error -le interrumpí- puede resultar costoso, y todos son
irritantes.
"Quiso hablar, pero no lo dejé. Yo estaba a mis anchas. Por primera vez en la
vida me criticaba a mí mismo, y estaba encantado.
"-Debí tener más cuidado -proseguí-. Usted me encarga mucho trabajo y merece que
se le entregue lo mejor. Así, pues, voy a hacer este dibujo de nuevo.
"- ¡No, no! -protestó-. Ni piense en tomarse toda esa molestia.
"Elogió después mi trabajo, me aseguró que sólo hacía falta una leve
modificación, y que mi ligero error no había costado dinero a su firma; que, al
fin y al cabo, era una cuestión de detalle, que no valía la pena preocuparse.
"Mi prontitud en criticarme le había quitado el ansia de pelear. Terminó por
invitarme a almorzar, y antes de separarnos me pagó mi trabajo y me encargó
otro."
Hay un cierto grado de satisfacción en tener el valor de admitir los errores
propios. No sólo limpia_el aire de culpa y actitud defensiva, sino que a menudo
ayuda a resolver el problema creado por el error.
Bruce Harvey, de Albuquerque, Nueva México, había autorizado incorrectamente el
pago del salario completo a un empleado que tenía licencia por enfermedad.
Cuando descubrió su error, llamó al empleado, le explicó la situación y le dijo
que para corregir el error tendría que descontar de su siguiente pago el monto
completo del exceso pagado antes. El empleado dijo que eso le causaría un grave
problema financiero, y pidió que los descuentos se hicieran a lo largo de
determinado espacio de tiempo. Harvey le explicó que para hacer esto último
necesitaba la aprobación de su supervisor.
-Y yo sabía que esto -nos dijo Harvey-, provocaría una explosión por parte de mi
jefe. Mientras trataba de decidir cómo manejar esta situación, comprendí que
todo el problema había salido de un error mío, y tendría que admitirlo así.
"Entré en la oficina de mi jefe, le dije que había cometido un error, y después
le hice un informe completo de los hechos. Replicó de modo explosivo que era
culpa del departamento de personal. Repetí que la culpa era mía. Volvió a
explotar contra el descuido del departamento contable. Una vez más le expliqué
que la culpa era toda mía. Culpó a otras dos personas de la oficina. Pero cada
vez yo repetía que era culpa mía. Al fin me miró y me dijo: `De acuerdo, es
culpa suya. Arréglelo como mejor le parezca'. El error fue corregido y no hubo
problemas para nadie. Me sentí muy satisfecho porque pude manejar una situación
tensa y tuve el valor de no buscar excusas. Desde entonces mi jefe me respetó
más."
Cualquier tonto puede tratar de defender sus errores -y casi todos los tontos lo
hacen-, pero está por encima de los demás, y asume un sentimiento de nobleza y
exaltación quien admite los propios errores. Por ejemplo, una de las cosas más
bellas que registra la historia de Robert E. Lee es la forma en que se echó toda
la culpa por el fracaso de la carga de Pickett en Gettysburg.
La carga de Pickett fue sin duda el ataque más brillante y pintoresco que jamás
ha ocurrido en el mundo occidental. El mismo general George E. Pickett era
pintoresco. Usaba tan largos los cabellos que sus rizos castaños le tocaban casi
los hombros; y, como Napoleón en sus campañas de Italia, escribía ardientes
cartas de amor día por día en el campo de batalla. Sus soldados, adictos a él,
lo saludaron con vítores aquella trágica tarde de julio en que emprendió la
marcha hacia las líneas de la Unión, la gorra requintada sobre la oreja derecha.
Le dieron vítores y lo siguieron, hombro contra hombro, fila tras fila,
estandartes al viento y bayonetas resplandecientes al sol. Era un gallardo
espectáculo. Osado. Magnífico. Un murmullo de admiración corrió por las líneas
de la Unión al avistarlo.
Las tropas de Pickett avanzaron con paso fácil, a través de huertos y maizales,
a través de un prado, y sobre una quebrada. Pero entretanto los cañones del
enemigo destrozaban sus filas. Y ellos seguían, decididos, irresistibles. De
pronto la infantería de la Unión se alzó detrás del muro de piedra en el Cerro
del Cementerio, donde se había ocultado, y disparó andanada tras andanada contra
las fuerzas indefensas que iban avanzando. La cima del cerro era una llamarada,
un matadero, un volcán. En pocos minutos, todos los comandantes de brigada,
salvo uno, habían caído, y con ellos estaban en el suelo las cuatro quintas
partes de los cinco mil hombres que mandaba Pickett.
El general Lewis A. Armistead, que conducía las tropas en el embate final,
corrió adelante, saltó sobre el muro de piedra y, agitando la gorra en la punta
de la espada, gritó:
-A ellos, muchachos.
Así lo hicieron. Saltaron sobre el muro, hincaron bayonetas en los cuerpos
enemigos, aplastaron cráneos con sus mosquetes, y clavaron las banderas del Sur
en el Cerro del Cementerio.
Las banderas flamearon allí por un momento apenas. Pero ese momento, breve como
fue, resultó el momento supremo para la Confederación.
La carga de Pickett, brillante, heroica, fue no obstante el comienzo del fin.
Lee había fracasado. No podía penetrar en el Norte. Y lo sabía. El Sur estaba
perdido.
Tan triste, tan atónito quedó Lee, que envió su renuncia y pidió a Jefferson
Davis, presidente de la Confederación, que designara a "u n hombre más joven y
más capaz". Si hubiera querido culpar a cualquier otro jefe por el desastroso
fracaso de la carga de Pickett, habría encontrado muchas excusas. Algunos de sus
comandantes divisionarios fallaron. La caballería no llegó a tiempo para apoyar
el ataque de la infantería. Esto resultó mal y aquello también.
Pero Lee era demasiado noble para culpar a los demás. Cuando los soldados de
Pickett, vencidos, ensangrentados, volvieron trabajosamente a las líneas
confederadas, Robert E. Lee salió a su encuentro, a solas, y los recibió con una
autocrítica que era poco menos que sublime.
-Todo esto -confesó- ha sido por culpa mía. Yo, y solamente yo, he perdido esta
batalla.
Pocos generales de la historia han tenido el valor y la fuerza de carácter
necesarios para admitir tal cosa. Michael Cheung, instructor de uno de nuestros
cursos en Hong Kong, nos contó que la cultura china presenta algunos problemas
especiales, y dijo que a veces es necesario reconocer que los beneficios de
aplicar un principio pueden superar las ventajas de mantener una antigua
tradición. Tenía un alumno, un hombre maduro, que hacía muchos años estaba
distanciado de su hijo. El padre había sido adicto al opio, pero ahora estaba
curado. En la tradición china, una persona mayor no puede tomar la iniciativa en
un caso
como aquél. El padre sentía que le correspondía al hijo dar el primer paso hacia
la reconciliación. En una de las primeras clases del curso habló de sus nietos
que no conocía, y de lo mucho que deseaba reunirse con su hijo. Los alumnos del
curso, todos chinos, comprendieron su conflicto entre su deseo y una antigua
tradición. El padre sentía que los jóvenes debían mostrar respeto por sus
mayores, y que estaba en lo justo al no ceder a su deseo y esperar a que fuera
su hijo quien se acercara a él.
Hacia el fin del curso, el padre volvió a dirigirse a la clase:
-He estado pensando en mi problema -dijo-. Dale Carnegie dice: "Si usted se
equivoca, admítalo rápida y enfáticamente". Es demasiado tarde para que yo lo
admita rápido, pero puedo hacerlo enfáticamente. Me porté mal con mi hijo. Él
tuvo razón en no querer verme y en alejarme de su vida. Puedo perder dignidad al
pedirle perdón a una persona más joven, pero fue mi culpa, y es mi
responsabilidad admitirlo.
La clase lo aplaudió y le dio todo su apoyo. En la clase siguiente contó que
había ido a la casa de su hijo, le había pedido perdón, y ahora había iniciado
una nueva relación con su hijo, su nuera y sus nietos a los que al fin había
conocido.
Elbert Hubbard fue uno de los autores más originales y que más agitaron a los
Estados Unidos, y sus mordaces escritos despertaron a menudo fieros
resentimientos. Pero Hubbard, gracias a su rara habilidad para tratar con la
gente, convirtió frecuentemente a sus enemigos en amigos.
Por ejemplo, cuando un lector irritado le escribía para decir que no estaba de
acuerdo con tal o cual artículo, y terminaba llamando a Hubbard esto y aquello,
el escritor solía responder más o menos así:
Ahora que lo pienso bien, yo tampoco estoy muy de acuerdo con ese artículo. No
todo lo que escribí ayer me gusta hoy. Me alegro de poder saber lo que opina
usted al respecto. Si alguna vez viene por aquí, debe visitarnos, y ya
desgranaremos este tema para siempre. A la distancia, con un apretón de manos,
soy de usted, muy atentamente.
¿Qué se puede decir a un hombre que nos trata así? Cuando tenemos razón,
tratemos pues de atraer, suavemente y con tacto, a los demás a nuestra manera de
pensar; y cuando nos equivocamos -muy a menudo, por cierto, a poco que seamos
honestos con nosotros mismos- admitamos rápidamente y con entusiasmo el error.
Esa técnica, no solamente producirá resultados asombrosos, sino que, créase o
no, nos hará comprender que criticarse es en esas circunstancias mucho más
divertido que tratar de defenderse.
Recordemos el viejo proverbio: "Peleando no se consigue jamás lo suficiente,
pero cediendo se consigue más de lo que se espera".
REGLA 3 Si usted está equivocado, admítalo rápida y enfáticamente.
4 UNA GOTA DE MIEL
Si se irrita usted y dice unas cuantas cosas a otra persona, usted descarga sus
sentimientos. Pero, ¿y la otra persona? ¿Compartirá acaso ese placer suyo? ¿Le
será fácil convenir con usted, al oír sus arranques belicosos, y su actitud
hostil?
"Si vienes hacia mí con los puños cerrados -dijo Woodrow Wilson- creo poder
prometerte que los míos se aprestarán más rápido que los tuyos; pero si vienes a
mí y me dices: `Sentémonos y conversemos y, si estamos en desacuerdo,
comprendamos por qué estamos en desacuerdo, y precisamente en qué lo estamos',
llegaremos a advertir que al fin y al cabo no nos hallamos tan lejos uno de
otro, que los puntos en que diferimos son pocos y los puntos en que convenimos
son muchos, y que si tenemos la paciencia y la franqueza y el deseo necesario
para ponernos de acuerdo, a ello llegaremos."
Nadie aprecia más que John D. Rockefeller, hijo, la verdad de esta afirmación de
Woodrow Wilson. Allá por 1915, Rockefeller era el hombre más despreciado en
Colorado. Durante dos años terribles había sacudido a ese Estado una de las más
cruentas huelgas en la historia de la industria norteamericana. Los mineros,
furiosos, belicosos, exigían paga más elevada a la Colorado Fuel & Iron Company;
y Rockefeller dominaba en esa compañía. Había habido destrucción de propiedades,
y se había llamado a las fuerzas del ejército. Había corrido sangre, habían
caído huelguistas alcanzados por las balas.
En un momento como ese, ardiente de odio el aire, Rockefeller quería conquistar
a su manera de pensar a todos los huelguistas. Y lo consiguió. ¿Cómo? Veamos
cómo. Después de varias semanas dedicadas a conquistar amigos entre ellos,
Rockefeller dirigió la palabra a los representantes de los huelguistas. Ese
discurso, completo, es una obra maestra. Produjo resultados asombrosos. Calmó
las tempestuosas olas de odio que amenazaban envolverlo. Le valió una hueste de
admiradores. Presentó los hechos en forma tan
amistosa, que los huelguistas volvieron a trabajar sin decir una sola palabra
más acerca de los aumentos de salarios por los cuales habían luchado tan
violentamente.
Estudiemos la iniciación de ese notable discurso. Veamos que resplandece,
literalmente, de amistad. Recordemos que Rockefeller hablaba a unos hombres que
pocos días antes querían colgarlo de la rama más alta de un árbol; pero su
discurso no pudo ser más gentil, más amistoso, si lo hubiera dirigido a un grupo
de misioneros. Lleno está el discurso de frases como "estoy orgulloso de
encontrarme aquí", "después de visitaros en vuestros hogares", "no nos
encontramos aquí como extraños, sino como amigos", "espíritu de mutua amistad",
"nuestros intereses comunes", "sólo por vuestra cortesía me encuentro aquí".
"Este es un día de fiesta en mi vida -comenzó Rockefeller-. Es la primera vez
que tengo la fortuna de encontrarme con los representantes de los empleados de
esta gran compañía, sus funcionarios y superintendentes, todos juntos, y puedo
aseguraros que estoy orgulloso de encontrarme aquí, y que mientras viva
recordaré esta reunión. Si este mitin se hubiese efectuado hace dos semanas,
hubiera estado yo aquí como un extraño para casi todos vosotros, pues sólo
habría podido reconocer unas pocas caras. Pero he tenido la oportunidad de
visitar durante la última semana todos los campamentos en las minas del sur y de
hablar individualmente con casi todos los representantes, salvo los que se
habían marchado; después de visitaros en vuestros hogares, y de conocer a muchas
de vuestras esposas e hijos, no nos reunimos aquí como extraños, sino como
amigos, y en ese espíritu de mutua amistad me complace tener esta oportunidad de
discutir con vosotros acerca de nuestros intereses comunes.
"Como se trata de una reunión de funcionarios de la compañía y representantes de
los empleados, sólo por vuestra cortesía me encuentro aquí, porque no tengo la
fortuna de ser un funcionario ni un empleado; y sin embargo entiendo estar
íntimamente asociado con vosotros porque, en cierto sentido, yo represento a la
vez a los accionistas y a los directores."
¿No es éste un ejemplo espléndido del arte de convertir a los enemigos en
amigos?
Imaginemos que Rockefeller hubiese tomado otro camino. Imaginemos que hubiese
discutido con los mineros, y les hubiese dicho cosas desagradables. Imaginemos
que, por sus tonos e insinuaciones, les hubiese imputado que se equivocaban.
Imaginemos que, con todas las reglas de la lógica, les hubiese demostrado cada
uno de sus errores. ¿Qué habría ocurrido? Habría despertado más ira, más odio,
más rebelión.
Si el corazón de un hombre está lleno de discordia y malos sentimientos contra
usted, no puede usted atraerlo a su manera de pensar ni con toda la lógica de la
Creación. Los padres regañones, los patrones mandones y los maridos o esposas
rezongones deben comprender que a nadie le gusta cambiar de idea. A nadie es
posible obligar por la fuerza a que convenga con usted o conmigo. Pero es
posible conducir a la otra persona a ello, si somos suaves y amables.
Ya lo dijo Lincoln hace cerca de cien años. Estas son sus palabras:
Una vieja y exacta máxima dice que "una gota de miel caza más moscas que un
galón de hiel" También ocurre con los hombres que si usted quiere ganar a
alguien a su causa, debe convencerlo primero de que es usted un amigo sincero.
Ahí está la gota de miel que caza su corazón; el cual, dígase lo que se quiera,
es el camino real hacia su razón.
Las personas de negocios van aprendiendo que rinde beneficios el ser amables con
los huelguistas. Por ejemplo, cuando dos mil quinientos empleados de la fábrica
de la White Motor Company se declararon en huelga, pidiendo aumento de salarios
y reconocimiento del sindicato, Robert F. Black, presidente de la empresa, no
formuló acres censuras, ni amenazas, ni habló de tiranía y de comunismo. Elogió
a los huelguistas. Publicó en los diarios de Cleveland un anuncio en que los
felicitaba por la "forma pacífica en que han abandonado sus herramientas". Al
ver que los huelguistas que cuidaban que no trabajaran los rompehuelgas estaban
ociosos, les compró un par de docenas de palos de béisbol, y los guantes
correspondientes, y los invitó a jugar en terrenos baldíos. Para quienes
preferían jugar a los bolos, alquiló un local adecuado.
Esta muestra de amistad por parte del Sr. Black logró lo que siempre logra la
amistad: engendró más amistad. Entonces los huelguistas consiguieron escobas,
palas y carros, y comenzaron a recoger los fósforos, papeles y colillas de
cigarros en torno a la fábrica. Imaginemos eso. Imaginemos a unos huelguistas
dedicados a limpiar el terreno de la fábrica mientras batallaban por salarios
más elevados y por el reconocimiento del sindicato. Jamás se había producido un
acontecimiento así en la larga y tempestuosa historia de los conflictos obreros
en los Estados Unidos. Esta huelga terminó en menos de una semana con una
transacción, y terminó sin rencores ni malos sentimientos.
Daniel Webster, que parecía un dios y hablaba como Jehová, fue uno de los
abogados de mayor éxito; pero solía emitir sus argumentos más poderosos con
expresiones tan amables como éstas: "Al jurado corresponde considerar", "Quizá
valga la pena pensar en esto, caballeros", "Aquí hay algunos hechos que espero
no serán perdidos de vista, caballeros", o "Ustedes, señores, con su
conocimiento del carácter humano, verán fácilmente el significado de estos
hechos". Nada de presión. Ni un intento de forzar las opiniones sobre los demás.
Webster utilizaba el método tranquilo, calmo, amistoso, y esto contribuyó a
hacerlo famoso.
Tal vez no tenga usted que resolver una huelga o que dirigirse a un jurado
jamás, pero acaso quiera obtener una rebaja en el alquiler. ¿Le servirá entonces
este método? Veamos.
O. L. Straub, ingeniero, quería que le rebajaran el alquiler. Y sabía que el
dueño de casa era un hombre muy enérgico. En una conversación ante nuestra clase
relató:
"Escribí al dueño de casa notificándole que iba a dejar el departamento tan
pronto como expirara el contrato. La verdad es que no quería mudarme de casa.
Quería permanecer en ella, siempre que me redujeran el alquiler. Pero la
situación no ofrecía esperanzas. Otros inquilinos lo habían intentado
infructuosamente. Pero yo me dije: `Estoy estudiando la manera de tratar con la
gente, de modo que puedo probarlo con él, para ver qué resulta'.
"El dueño de casa y su secretario vinieron a verme tan pronto como recibieron la
carta.
"Los recibí en la puerta con amistosa deferencia. Irradiaba buena voluntad y
entusiasmo. No empecé a hablar de lo elevado que era el alquiler. Empecé
hablando de lo mucho que me gustaba el departamento. Fui caluroso en mi
aprobación y generoso en mis elogios'. Lo felicité por la forma en que se
atendía a los inquilinos y funcionaba la casa de departamentos, y agregué que me
encantaría poder seguir otro año allí, pero no me alcanzaba el presupuesto.
"Es evidente que jamás había tenido aquel hombre una recepción así de un
inquilino. No sabía qué pasaba. "Entonces empezó a narrarme sus dificultades.
Inquilinos quejosos. Uno había escrito catorce cartas, varias de ellas
insultantes. Otro amenazaba desconocer el contrato a menos que el propietario
prohibiera roncar al hombre que vivía en el piso superior.
"-Qué consuelo -dijo- es tener un inquilino como usted.
"Y luego, sin que se lo pidiera yo, ofreció reducirme algo el alquiler. Yo
quería una rebaja mayor, de modo que indiqué la cifra que podía pagar sin
desequilibrar el presupuesto, y el dueño aceptó sin una protesta.
"Cuando se marchaba, se volvió hacia mí y preguntó: "-¿Cómo quiere que le
decoremos el departamento? "Si yo hubiese tratado de obtener una rebaja de
alquiler por el método de los otros inquilinos, estoy seguro de que habría
tropezado con el mismo fracaso que ellos. El triunfo se debió al método
amistoso, de simpatía, de apreciación."
Dean Woodcock, de Pittsburgh, Pennsylvania, es superintendente de un
departamento de la compañía eléctrica local. Se llamaba personal a su cargo para
reparar unos equipos en lo alto de un poste. Antes este tipo de trabajo lo había
realizado otro departamento, y hacía poco que la responsabilidad había sido
transferida a la sección de Woodcock. Aunque sus hombres estaban preparados para
hacerlo, era la primera vez que los llamaban para hacer este tipo de
reparaciones. Todo el mundo en la compañía estaba interesado en ver cómo se las
arreglarían. El señor Woodcock, varios de sus funcionarios subordinados y gente
de otros departamentos fueron a ver la operación. Se reunieron muchos autos y
camiones, y una cantidad de gente observaba a los dos hombres que habían subido
al poste.
Woodcock vio que un hombre en la calle había salido de su auto con una cámara y
estaba tomando fotografías de la escena. El personal de la compañía de
electricidad es extremadamente sensible a las relaciones públicas, y de pronto
Woodcock comprendió cómo debía de estar viendo el espectáculo el hombre de la
cámara: exceso de personal ocioso, docenas de personas sin hacer nada, mirando a
dos hombres que hacían su trabajo. Cruzó la calle y fue hacia el fotógrafo.
-Veo que está interesado en nuestra operación.
-Sí, pero mi madre estará más interesada. Ella tiene acciones en la compañía.
Esto le abrirá los ojos. Incluso puede decidir que su inversión fue imprudente.
Desde hace años vengo diciéndole que en compañías como la suya hay mucha gente
ociosa. Esto lo prueba. Y es posible que a los diarios también les interesen las
fotos.
-Da esa impresión, ¿no es cierto? Yo pensaría lo mismo en su caso. Pero sucede
que es una situación muy especial... -Y explicó de qué se trataba: que era la
primera salida de este tipo para su departamento, y todos estaban interesados en
ver los resultados, de los ejecutivos para abajo. Le aseguró que bajo
condiciones normales, los dos hombres vendrían a trabajar solos. El fotógrafo
bajó la cámara, le dio la mano a Woodcock y le agradeció que se hubiera tomado
la molestia de explicarle la situación.
La actitud amistosa de Dean Woodcock le ahorró a su compañía una mala
publicidad.
Otro miembro de una de nuestras clases, Gerald H. Winn, de Littleron, New
Hampshire, nos contó cómo, mediante una actitud amistosa, obtuvo un arreglo muy
ventajoso en un caso de reclamo por daños.
-A comienzos de la primavera -contó-, antes de que comenzara el deshielo, hubo
una tormenta especialmente fuerte, y el agua, que normalmente se habría
escurrido por los desagües, tomó otra dirección al encontrar helados a éstos, y
se introdujo en un lote donde yo acababa de construir una casa.
"Al no poder salir, el agua hizo presión contra los cimientos de la casa. Se
filtró bajo el piso de concreto del sótano, lo rajó, y el sótano terminó
inundado-. Esto arruinó la caldera y los calentadores de agua. El costo de las
reparaciones superaba los dos mil dólares. Y yo no tenía seguro que cubriera
este tipo de daños.
"No obstante, descubrí que el dueño del lote había olvidado hacer un drenaje
cerca de la casa, que habría impedido que se produjera el daño. Hice una cita
para verlo. Durante el viaje de cuarenta kilómetros hasta su oficina, pensé
cuidadosamente en todos los detalles de la situación, y recordé los principios
que había aprendido en este curso: decidí entonces que mostrar mi ira no
serviría de nada, como no fuera hacerme más difíciles las cosas. Cuando llegué,
me mantuve muy tranquilo, y comencé hablando de sus recientes vacaciones al
Caribe; después, cuando sentí que había llegado el momento, le mencioné el
'pequeño' problema de los daños que había causado el agua. Accedió
inmediatamente a pagar su parte en los arreglos.
"Pocos días después me llamó para decirme que no sólo pagaría todo el arreglo,
sino que mandaría hacer un drenaje para impedir que volviera a suceder algo
parecido en el futuro.
"Aún cuando la culpa era de él, si yo no hubiera empezado de un modo amistoso,
habría tenido muchas dificultades para lograr que pagara una parte de los
arreglos."
Hace años, cuando yo era un niño que caminaba descalzo por los bosques hasta una
escuela campestre en el noroeste de Missouri, leí una fábula acerca del sol y el
viento. Discutieron ambos acerca de cuál era más fuerte, y el viento dijo:
-Te demostraré que soy el más fuerte. ¿Ves aquel anciano envuelto en una capa?
Te apuesto a que le haré quitar la capa más rápido que tú.
Se ocultó el sol tras una nube y comenzó a soplar el viento, cada vez con más
fuerza, hasta ser casi un ciclón, pero cuanto más soplaba tanto más se envolvía
el hombre en la capa. Por fin el viento se calmó y se declaró vencido. Y
entonces salió el sol y sonrió benignamente sobre el anciano. No pasó mucho
tiempo hasta que el anciano, acalorado por la tibieza del sol, se quitó la capa.
El sol demostró entonces al viento que la suavidad y la amistad son más
poderosas que la furia y la fuerza.
Los beneficios de la suavidad y la amistad los demuestra cotidianamente la gente
que ha aprendido que una gota de miel captura más moscas que un litro de hiel.
F. Gale Connor, de Lutherville, Maryland, lo comprobó cuando tuvo que llevar por
tercera vez al taller del concesionario a su auto de sólo cuatro meses de vida.
Le contó a nuestra clase:
-Ya era evidente que hablar, razonar o gritarle a la gente de la concesionaria
no me daría una solución satisfactoria al problema.
"Entré al salón de exposición y pedí ver al dueño de la agencia, el señor White.
Tras una corta espera, me hicieron pasar a su oficina. Me presenté, y le dije
que había comprado mi auto en su agencia en razón de las recomendaciones de
amigos que habían hecho tratos con él. Me habían dicho que los precios eran
competitivos, y el servicio excelente. Sonrió con satisfacción al escucharme.
Después le expliqué el problema que tenía con el departamento de servicio.
`Pensé que le interesaría enterarse de una situación que podría empañar su buena
reputación', le dije. Me agradeció que se lo hubiera hecho notar, y me aseguró
que no tendría más problemas. No sólo se ocupó personalmente de mi caso, sino
que además me prestó un auto suyo para que usara mientras reparaban el mío."
Esopo era un esclavo griego que vivió en la corte de Creso y que ideó fábulas
inmortales seiscientos años antes de Jesucristo. Pero las verdades que enseñó
acerca de la naturaleza humana son tan exactas en Boston o en Birmingham ahora
como lo fueron veinticinco- siglos atrás en Atenas. El sol puede hacernos quitar
la capa más rápidamente que el viento; y la bondad, la amabilidad y la
apreciación para con el prójimo puede hacerle cambiar de idea más velozmente que
todos los regaños y amenazas del mundo.
Recordemos lo que dijo Lincoln: "Una gota de miel caza más moscas que un galón
de hiel".
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