Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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CUARTA PARTE
SEA UN LÍDER: CÓMO CAMBIAR A LOS DEMÁS SIN OFENDERLOS NI DESPERTAR
RESENTIMIENTOS
1 SI TIENE USTED QUE ENCONTRAR DEFECTOS, ESTA ES LA MANERA DE
EMPEZAR
Un amigo mío fue invitado a pasar un fin de semana en la Casa Blanca durante la
administración de Calvin Coolidge. Al entrar por casualidad en la oficina
privada del presidente le oyó decir, dirigiéndose: a una de sus secretarias:
-Lindo vestido lleva usted esta mañana, señorita; la hace aún más atractiva.
Fue esa, quizá, la alabanza mayor que el silencioso Coolidge hizo a una
secretaria en toda su vida. Resultó tan inesperada, tan inusitada, que la joven
enrojeció confusa. Pero Coolidge manifestó en seguida:
-No se acalore. Lo he dicho solamente para que se sintiera contenta. En
adelante, desearía que tuviera algo más de cuidado con la puntuación.
Su método, probablemente, pecaba por exceso de claridad, pero la psicología era
espléndida. Siempre es más fácil escuchar cosas desagradables después de haber
oído algún elogio.
El barbero jabona la cara del hombre antes de afeitarlo, y esto es precisamente
lo que hizo McKinley en 1896, cuando era candidato a la presidencia. Uno de los
republicanos más prominentes de la época había escrito un discurso para la
campaña electoral, y a su juicio era una pieza mejor que todas las de Cicerón,
Patrick Henry y Daniel Webster reunidas. Con gran entusiasmo, este señor leyó su
inmortal discurso a McKinley. Tenía el discurso sus cosas buenas, pero no
servía. Despertaría una tormenta de críticas. McKinley no quería herir los
sentimientos del autor. No debía anular el espléndido entusiasmo del hombre,
pero tenía que decirle que no. Veamos con cuánta destreza lo logró.
-Amigo mío -le dijo-, ese discurso es espléndido, magnífico. Nadie podría haber
preparado uno mejor. En muchas ocasiones sería exactamente lo que habría que
decir, pero ¿se presta para la situación actual? Veraz y sobrio como es, desde
su punto de vista, yo tengo que considerarlo desde el punto de vista del
partido. Yo desearía que volviera usted a su casa y escribiera un discurso según
las indicaciones que yo le hago, enviándome después una copia.
Así lo hizo. McKinley tachó y corrigió, ayudó a su correligionario a escribir el
nuevo discurso, y así pudo contar con él como uno de los oradores más eficaces
de la campaña.
Aquí tenemos una de las dos cartas más famosas que escribió Abraham Lincoln (la
más famosa fue la escrita a la Sra. de Bixley para expresarle el pesar del
presidente por la muerte de los cinco hijos de esta pobre mujer, todos ellos en
combate). Lincoln terminó esta carta probablemente en cinco minutos; pero se
vendió en subasta pública, en 1926, por doce mil dólares. Suma que, digámoslo al
pasar, es mayor que todo el dinero que pudo economizar Lincoln al cabo de medio
siglo de dura tarea.
Esta carta fue escrita el 26 de abril de 1863, en el período más sombrío de la
Guerra Civil. Durante dieciocho meses los generales de Lincoln venían
conduciendo el ejército de la Unión de derrota en derrota. Aquello era trágico:
nada más que una carnicería humana, inútil y estúpida. La nación estaba atónita,
aterrorizada. Miles de soldados desertaban del ejército; y hasta los miembros
republicanos del Senado se rebelaron y quisieron forzar a Lincoln a dejar la
Casa Blanca. "Estamos ahora -dijo Lincoln por entonces- al borde de la
destrucción. Me parece que hasta el Todopoderoso se halla contra nosotros.
Apenas puedo ver un rayo de esperanza." Tal era el período de negros pesares y
de caos que dio origen a esta carta.
Voy a reproducirla aquí porque demuestra cómo trató Lincoln de cambiar a un
turbulento general cuando la suerte de la nación podía depender de los actos de
ese general.
Es, quizá, la carta más enérgica que escribió Lincoln en su presidencia; pero se
ha de advertir que elogió al general Hooker antes de hablar de sus graves
errores.
Sí, eran defectos muy graves; pero Lincoln no los llamaba así. Lincoln era más
conservador, más diplomático. Lincoln escribió solamente: "Hay ciertas cosas a
cuyo respecto no estoy del todo satisfecho con usted". Eso es tacto y
diplomacia.
Aquí está la carta dirigida al mayor general Hooker:
Yo lo he puesto al frente del Ejército del Potomac. He hecho así, claro está,
por razones que me parecen
suficientes, mas creo mejor hacerle saber que hay ciertas cosas a cuyo respecto
no estoy del todo
satisfecho con usted.
Creo que es usted un soldado valiente y hábil, cosa que, naturalmente, me
agrada. También creo que no
mezcla usted la política con su profesión, en lo cual está acertado. Tiene usted
confianza en sí mismo,
cualidad valiosa, si no indispensable.
Es usted ambicioso, lo cual, dentro de límites razonables, hace más bien que
mal. Pero creo que durante
el comando del general Burnside en el ejército se dejó llevar usted por su
ambición y lo contrarió
usted todo lo que pudo, con lo cual hizo un grave daño al país y a un compañero
de armas
sumamente meritorio y honorable.
He escuchado, en forma tal que debo creerlo, que ha dicho usted recientemente
que tanto el
ejército como el gobierno necesitan un dictador. Es claro que no fue por esto
sino a pesar de esto
que le he dado el mando.
Sólo los generales que obtienen triunfos pueden erigirse en dictadores. Lo que
pido ahora de
usted es que nos dé triunfos militares, y correré el riesgo de la dictadura.
El gobierno le prestará apoyo hasta donde dé su capacidad, o sea ni más ni menos
de lo que ha
hecho y hará por todos los comandantes. Mucho me temo que el espíritu que ha
contribuido usted
a infundir en el ejército, de criticar al comandante y no tenerle confianza, se
volverá ahora contra
usted. Yo lo ayudaré, en todo lo que pueda, para acallarlo.
Ni usted ni Napoleón, si volviera a vivir, obtendría bien alguno de un ejército
en el que predomina
tal espíritu, pero ahora cuídese de la temeridad. Cuídese de la temeridad, pero
con energía y con
constante vigilancia marche usted adelante y dénos victorias.
Usted no es un Coolidge, ni un McKinley, ni un Lincoln. ¿Quiere saber usted si
esta filosofía le dará resultados en los contactos de los negocios diarios?
Veamos. Tomemos el caso de W. P. Gaw, de la Wark Company, Filadelfia.
La empresa Wark había conseguido un contrato para construir y completar un gran
edificio de escritorios en Filadelfia, para una fecha determinada. Todo marchaba
como sobre rieles, el edificio estaba casi terminado, cuando de pronto el
subcontratista encargado de la obra ornamental de bronce que debía adornar el
exterior del edificio declaró que no podía entregar el material en la fecha
fijada. ¡Toda la obra paralizada! ¡Grandes multas y tremendas pérdidas por la
falla de un hombre!
Hubo comunicaciones telefónicas a larga distancia, discusiones, conversaciones
acaloradas. Todo en vano. Por fin el Sr. Gaw fue enviado a Nueva York para
entrevistar al león en su cueva.
-¿Sabe usted que es la única persona en Brooklyn con ese apellido? -preguntó Gaw
apenas hubo entrado en el despacho del presidente.
-No lo sabía -repuso sorprendido el presidente. -Así es -insistió Gaw-. Cuando
salí del tren, esta mañana, miré la guía telefónica para conocer su dirección, y
vi que es usted el único que tiene este apellido en la guía telefónica de
Brooklyn.
-No lo sabía -repitió el presidente, y examinó con interés la guía de teléfonos.
Luego, con orgullo, añadió-: En realidad, no es un apellido muy común. Mi
familia vino de Holanda y se instaló en Nueva York hace casi doscientos años.
Siguió hablando unos minutos de su familia y sus antepasados. Cuando terminó,
Gaw lo felicitó por la importancia de la fábrica que tenía, y la comparó
elogiosamente con otras empresas similares que había conocido.
-He pasado toda la vida dedicado a este negocio -dijo el presidente- y estoy
orgulloso de ser el dueño. ¿Le gustaría dar una vuelta por la fábrica?
Durante esta gira de inspección, el Sr. Gaw lo felicitó por el sistema de
trabajo empleado, y le explicó cómo y por qué le parecía superior al de algunos
competidores. Gaw comentó algunas máquinas poco comunes, y el presidente le
anunció que las había inventado él. Dedicó mucho tiempo a mostrar cómo
funcionaban y los buenos resultados que daban. Insistió en que Gaw lo acompañara
a almorzar. Hasta entonces no se había pronunciado una palabra sobre el
verdadero propósito de la visita del Sr. Gaw.
Después de almorzar, el presidente manifestó: -Ahora, a lo que tenemos que
hacer. Naturalmente, yo sé por qué ha venido usted. No esperaba que nuestra
entrevista sería tan agradable. Puede volver a Filadelfia con mi promesa de que
el material para esa obra será fabricado y despachado a tiempo, aunque haya que
retrasar la entrega de otros pedidos.
El Sr. Gaw consiguió lo que quería, sin pedirlo siquiera. El material llegó a
tiempo, y el edificio quedó terminado el día en que expiraba el contrato para su
entrega.
¿Habría ocurrido lo mismo si Gaw hubiera usado el método de la brusquedad que se
suele emplear en tales ocasiones?
Dorothy Wrublewski, gerente de área del Federal Credit Union de Fort Monmouth,
Nueva jersey, contó en una de nuestras clases cómo pudo ayudar a una de sus
empleadas a producir más.
-Hace poco tomamos a una joven como cajera aprendiza. Su contacto con nuestros
clientes era muy bueno. Era correcta y eficiente en el manejo de transacciones
individuales. El problema aparecía al final de la jornada, cuando había que
hacer el balance.
"El jefe de cajeros vino a verme y me sugirió con firmeza que despidiera a esta
joven:
"-Está demorando a todos los demás por su lentitud en cerrar su caja. Se lo he
dicho una y otra vez, pero no aprende. Tiene que irse.
"Al día siguiente la vi trabajar rápido y a la perfección en el manejo de las
transacciones cotidianas, y era muy agradable en el trato con los demás
empleados.
"No me llevó mucho tiempo descubrir por qué tenía problemas con el balance.
Después de cerrar las puertas al público, fui a hablar con ella. Se la veía
nerviosa y deprimida. La felicité por su espíritu amistoso y abierto con los
demás empleados, así como por la corrección y velocidad con que trabajaba.
Después le sugerí que revisáramos el procedimiento que usaba para hacer el
balance del dinero en su caja. No bien comprendió que yo confiaba en ella,
siguió mis sugerencias, y no tardó en dominar sus funciones. Desde entonces no
hemos tenido ningún problema con ella."
Empezar con elogios es hacer como el dentista que empieza su trabajo con
novocaína. Al paciente se le hace todo el trabajo necesario, pero la droga ya ha
insensibilizado al dolor. De modo que un líder debe usar la...
REGLA 1 Empiece con elogio y aprecio sincero.
2 CÓMO CRITICAR Y NO SER ODIADO POR ELLO
Charles Schwab pasaba por uno de sus talleres metalúrgicos, un mediodía, cuando
se encontró con algunos empleados fumando. Tenían sobre las cabezas un gran
letrero qu e decía: "Prohibido fumar". Pero Schwab no señaló el letrero
preguntando: "¿No saben leer?" No, señor. Se acercó a los hombres, entregó a
cada uno un cigarro y dijo: "Les agradeceré mucho, amigos, que fumen éstos
afuera". Ellos no ignoraban que él sabía qu e habían desobedecido una regla, y
lo admiraron porque no decía nada al respecto, les obsequiaba y los hacía sentir
importantes. No se puede menos que querer a un hombre así, ¿verdad?
John Wanamaker empleaba la misma táctica. Todos los días solía efectuar una gira
por su gran tienda de Filadelfia. Una vez vio a una clienta que esperaba junto a
un mostrador. Nadie le prestaba la menor atención. ¿Los vendedores? Estaban
reunidos en un grupo al otro extremo del mostrador, conversando y riendo.
Wanamaker no dijo una palabra. Se colocó detrás del mostrador, atendió
personalmente a la mujer y después entregó su compra a los vendedores, para que
la hicieran envolver, y siguió su camino.
A los funcionarios públicos se los suele criticar por no mostrarse accesibles a
sus votantes. Son gente ocupada, y el defecto suele estar en empleados
sobreprotectores que no quieren recargar a sus jefes con un
exceso de visitantes. Carl Langford, que fue alcalde de Orlando, Florida, donde
se encuentra Disney World, durante muchos años insistió en que su personal
permitiera que la gente que fuera a verlo pudiera hacerlo. Decía tener una
política de "puertas abiertas", y aun así los ciudadanos de su comunidad se
veían bloqueados por secretarias y empleados cada vez que querían verlo.
Al fin el alcalde encontró una solución. ¡Sacó la puerta de su oficina! Sus
ayudantes comprendieron el mensaje, y el alcalde tuvo una administración
realmente abierta al público desde que derribó simbólicamente la puerta.
El mero cambio de una pequeña palabra puede representar la diferencia entre el
triunfo y el fracaso en cambiar a una persona sin ofenderla o crear
resentimientos.
Muchos creen eficaz iniciar cualquier crítica con un sincero elogio seguido de
la palabra "pero" y a continuación la crítica. Por ejemplo, si se desea cambiar
la actitud descuidada de un niño respecto de sus estudios, podemos decir:
"Estamos realmente orgullosos de ti, Johnnie, por haber mejorado tus notas este
mes. Pero si te hubieras esforzado más en álgebra, los resultados habrían sido
mejores todavía".
Johnnie se sentirá feliz hasta el momento de oír la palabra "pero".
En ese momento cuestionará la sinceridad del elogio, que le parecerá un truco
para poder pasar de contrabando la crítica. La credibilidad sufrirá, y
probablemente no lograremos nuestro objetivo de cambiar la actitud de Johnnie
hacia sus estudios.
Esto podría evitarse cambiando la palabra pero por y: "Estamos realmente
orgullosos de ti, Johnnie, por haber mejorado tus notas este mes, y si sigues
esforzándote podrás subir las notas de álgebra al nivel de las demás".
Ahora sí Johnnie podrá aceptar el elogio porque no hubo un seguimiento con
crítica. Le hemos llamado indirectamente la atención sobre la conducta que
queríamos cambiar, y lo más seguro es qu e se adecuará a nuestras expectativas.
Llamar la atención indirectamente sobre los errores obra maravillas sobre
personas sensibles que pueden resentirse ante una crítica directa. Marge Jacob,
de Woonsocket, Rhode Island, contó en una de nuestras clases cómo convenció a
unos desprolijos obreros de la construcción de que hicieran la limpieza al
terminar el trabajo mientras construían una adición en su casa.
Durante los primeros días de trabajo, cuando la señora Jacob volvía de su
oficina, notaba que el patio estaba cubierto de fragmentos de madera. No quería
ganarse la enemistad de los obreros, que por lo demás hacían un trabajo
excelente. De modo que cuando se marcharon, ella y sus hijos recogieron y
apilaron todos los restos de madera en un rincón. A la mañana siguiente llamó
aparte al capataz y le dijo:
-Estoy realmente contenta por el modo en que dejaron el patio anoche; así de
limpio y ordenado, no molestará a los vecinos.
Desde ese día, los obreros recogieron y apilaron los restos de madera, y el
capataz se acercaba todos los días a la dueña de casa buscando aprobación por el
orden que habían hecho el día anterior.
Una de las áreas de controversia más áspera entre los miembros de la Reserva de
las Fuerzas Armadas y los oficiales regulares, es el corte de pelo. Los
reservistas se consideran civiles (cosa que son la mayor parte del tiempo), y no
les agrada tener que hacerse un corte militar.
El Sargento Harley Kaiser, de la Escuela Militar 542, se vio ante este problema
al trabajar con un grupo de oficiales de la reserva sin destinos. Como veterano
sargento, lo normal en él habría sido aullarle a las tropas, y amenazarlas. En
lugar de eso, prefirió utilizar un enfoque indirecto.
-Caballeros -comenzó-: ustedes son líderes. Y el modo más eficaz de practicar el
liderazgo, es hacerlo mediante el ejemplo. Ustedes deben ser un ejemplo que sus
hombres quieran seguir. Todos saben lo que dicen los Reglamentos del Ejército
sobre el corte de pelo. Yo me haré cortar el cabello hoy, aunque lo tengo mucho
más corto que algunos de ustedes. Mírense al espejo, y si sienten que necesitan
un corte para ser un buen ejemplo, nos haremos tiempo para que hagan una visita
al peluquero.
El resultado fue predecible. Varios de los candidatos se miraron al espejo y
fueron a la peluquería esa tarde y se hicieron un corte "de reglamento". A la
mañana siguiente el Sargento Kaiser comentó que ya podía ver el desarrollo de
las cualidades de liderazgo en algunos miembros del escuadrón.
El 8 de marzo de 1887 murió el elocuente Henry Ward Beecher. Al domingo
siguiente, Lyman Abbott fue invitado a hablar desde el púlpito vacante por el
deceso de Beecher. Ansioso de causar buena impresión, Abbott escribió, corrigió
y pulió su sermón con el minucioso cuidado de un Flaubert. Después lo leyó a su
esposa. Era pobre, como lo son casi todos los discursos escritos. La esposa, si
hubiera tenido menos cordura, podría haber dicho: "Lyman, eso es horrible. No
sirve para nada. Harás dormir a los fieles. Parece un artículo de una
enciclopedia. Al cabo de tantos años de predicar, ya deberías saber de estas
cosas. Por Dios, ¿por qué no hablas como un ser humano? ¿Por qué no eres
natural? No vayas a leer ese discurso".
Eso es lo que pudo decirle. Y si así hubiera hecho, ya se sabe lo que habría
ocurrido. Y ella también lo sabía.
Por eso se limitó a señalar que aquel discurso podría servir como un excelente
artículo para una revista literaria. En otras palabras, lo ensalzó y al mismo
tiempo sugirió sutilmente que como discurso no servía. Lyman Abbott comprendió
la indicación, desgarró el manuscrito tan cuidadosamente preparado, y predicó
sin utilizar notas siquiera.
Una eficaz manera de corregir los errores de los demás es...
REGLA 2 Llame la atención sobre los errores de los demás indirectamente.
3 HABLE PRIMERO DE SUS PROPIOS ERRORES
Mi sobrina, Josephine Carnegie, había venido a Nueva York para trabajar como
secretaria mía. Tenía 19 años, se había recibido tres años antes en la escuela
secundaria, y su experiencia de trabajo era apenas superior a cero. Hoy es una
de las más perfectas secretarias del mundo; pero en los comienzos era... bueno,
susceptible de mejorar. Un día en que empecé a criticarla, reflexioné: "Un
minuto, Dale Carnegie; espera un minuto. Eres dos veces mayor que Josephine. Has
tenido diez mil veces más experiencia que ella en estas cosas. ¿Cómo puedes
esperar que ella tenga tus puntos de vista, tu juicio, tu iniciativa, aunque
sean mediocres? Y, otro minuto, Dale; ¿qué hacías tú a los 19 años? ¿No
recuerdas los errores de borrico, los disparates de tonto que hacías? ¿No
recuerdas cuando hiciste esto... y aquello...?"
Después de pensar un momento, honesta e imparcialmente llegué a la conclusión de
que el comportamiento de Josephine a los diecinueve años era mejor que el mío a
la misma edad, y lamento confesar que con ello no hacía un gran elogio a
Josephine.
Desde entonces, cada vez que quería señalar un error a Josephine, solía comenzar
diciendo: "Has cometido un error, Josephine, pero bien sabe Dios que no es peor
que muchos de los que he hecho. No has nacido con juicio, como pasa con todos.
El juicio llega con la experiencia, y eres mejor de lo que era yo a tu edad. Yo
he cometido tantas barrabasadas que me siento muy poco inclinado a censurarte.
Pero, ¿no te parece que habría sido mejor hacer esto de tal o cual manera?"
No es tan difícil escuchar una relación de los defectos propios si el que la
hace empieza admitiendo humildemente que también él está lejos de la perfección.
E. G. Dillistone, un ingeniero de Brandon, Manitoba, Canadá, tenía problemas con
su nueva secretaria. Las cartas que le dictaba llegaban a su escritorio para ser
firmadas con dos o tres errores de ortografía por página. El señor Dillistone
nos contó cómo manejó el problema:
-Como muchos ingenieros, no me he destacado por la excelencia de mi redacción u
ortografía. Durante años he usado una pequeña libreta alfabetizada donde anotaba
el modo correcto de escribir ciertas palabras. Cuando se hizo evidente que el
mero hecho de señalarle a mi secretaria sus errores no la haría consultar más el
diccionario, decidí proceder de otro modo. En la próxima carta donde vi errores,
fui a su escritorio y le dije:
"-No sé por qué, pero esta palabra no me parece bien escrita. Es una de esas
palabras con las que siempre he tenido problemas. Es por eso que confeccioné
este pequeño diccionario casero. -Abrí la libreta en la página correspondiente.-
Sí, aquí está cómo se escribe. Yo tengo mucho cuidado con la ortografía, porque
la gente nos juzga por lo que escribimos, y un error de ortografía puede
hacernos parecer menos profesionales.
"No sé si habrá copiado mi sistema, pero desde esa conversación la frecuencia de
sus errores ortográflcos ha disminuido significativamente."
El culto príncipe Bernhard von Bülow aprendió la gran necesidad de proceder así,
allá por 1909. Von Bülow era entonces canciller imperial de Alemania, y el trono
estaba ocupado por Guillermo II, Guillermo el altanero, Guillermo el arrogante,
Guillermo el último de los Káiseres de Alemania, empeñado en construir una flota
y un ejército que, se envanecía él, serían superiores a todos. Pero ocurrió una
cosa asombrosa. El Káiser pronunciaba frases, frases increíbles que conmovían al
continente y daban origen a una serie de explosiones cuyos estampidos se oían en
el mundo entero. Lo que es peor, el Káiser hacía estos anuncios tontos,
egotistas, absurdos, en público; los hizo siendo huésped de Inglaterra, y dio su
permiso real para que se los publicara en el diario Daily Telegraph. Por
ejemplo, declaró que era el único alemán que tenía simpatía por los ingleses;
que estaba construyendo una flota contra la amenaza del Japón; que él, y sólo
él, había salvado a Inglaterra de ser humillada en el polvo por Rusia y Francia;
que su plan de campaña había permitido a Lord Roberts vencer a los Bóers en
Africa del Sur; y así por el estilo.
En cien años, ningún rey europeo había pronunciado palabras tan asombrosas. El
continente entero zumbaba con la furia de un nido de avispas. Inglaterra estaba
furiosa. Los estadistas alemanes, asustados. Y en medio de esta consternación,
el Káiser se asustó también y sugirió al príncipe von Bülow, el canciller
imperial, que asumiera la culpa. Sí, quería que von Bülow anunciara que la
responsabilidad era suya, que él había aconsejado al monarca decir tantas cosas
increíbles.
-Pero Majestad -protestó von Bülow-, me parece imposible que una sola persona,
en Alemania o Inglaterra, me crea capaz de aconsejar a Vuestra Majestad que diga
tales cosas.
En cuanto hubo pronunciado estas palabras comprendió que había cometido un grave
error. El Káiser se enfureció.
-¡Me considera usted un borrico -gritó- capaz de hacer disparates que usted no
habría cometido jamás! Von Bülow sabía que debió elogiar antes de criticar; pero
como ya era tarde, hizo lo único que le quedaba, por remediar su error. Elogió
después de haber criticado. Y obtuvo resultados milagrosos, como sucede tan a
menudo.
-Lejos estoy de pensar eso -respondió respetuosamente-. Vuestra Majestad me
supera en muchas cosas; no sólo, claro está, en conocimientos navales y
militares, sino sobre todo en las ciencias naturales. A menudo he escuchado
lleno de admiración cuando Vuestra Majestad explicaba el barómetro, la
telegrafía o los rayos Röntgen. Me avergüenzo de mi ignorancia en todas las
ramas de las ciencias naturales, no tengo una noción siquiera de la química o la
física, y soy del todo incapaz de explicar el más sencillo de los fenómenos
naturales. Pero, como compensación, poseo ciertos conocimientos históricos, y
quizás ciertas cualidades que son útiles en la política, especialmente la
diplomacia.
Sonrió encantado el Káiser. Von Bülow lo había elogiado. Von Bülow lo había
exaltado y se había humillado. El Káiser podía perdonar cualquier cosa después
de eso.
-¿No he dicho siempre -exclamó con entusiasmo que nos complementamos
espléndidamente? Debemos actuar siempre juntos, y así lo haremos.
Estrechó la mano a von Bülow, no una sino varias veces. Y ese mismo día estaba
tan entusiasmado, que exclamó con los puños apretados:
-Si alguien me habla mal del príncipe von Bülow, le aplastaré la nariz de un
puñetazo.
Von Bülow se salvó a tiempo pero, a pesar de ser un astuto diplomático, cometió
un error; debió empezar hablando de sus defectos y de la superioridad de
Guillermo, y no dando a entender que el Kaiser era un imbécil que necesitaba un
alienista.
Si unas pocas frases para elogiar al prójimo y humillarse uno pueden convertir a
un Káiser altanero e insultado en un firme amigo, imaginemos lo que podemos
conseguir con la humildad y los elogios en nuestros diarios contactos. Si se los
utiliza con destreza, darán resultados verdaderamente milagrosos en las
relaciones humanas.
Admitir los propios errores, aun cuando uno no los haya corregido, puede ayudar
a convencer al otro de la conveniencia de cambiar su conducta. Esto lo
ejemplificó Clarence Zerhusen, de Timonium, Maryland, cuando descubrió que su
hijo de quince años estaba experimentando con cigarrillos.
-Naturalmente, no quería que David empezara a fumar -nos dijo el señor
Zerhusen-, pero su madre y yo fumábamos; le estábamos dando constantemente un
mal ejemplo. Le expliqué a David cómo empecé a fumar yo más o menos a su edad, y
cómo la nicotina se había apoderado de mí y me había hecho imposible
abandonarla. Le recordé lo irritante que era mi tos, y cómo él mismo había
insistido para que yo abandonara el cigarrillo, pocos años antes.
"No lo exhorté a dejar de fumar ni lo amenacé o le advertí sobre los peligros.
Todo lo que hice fue contarle cómo me había enviciado con el cigarrillo, y lo
que había significado para mí.
"El muchacho lo pensó, y decidió que no fumaría hasta terminar la secundaria.
Pasaron los años y David nunca empezó a fumar, y ya no lo hará nunca.
"Como resultado de esa misma conversación, yo tomé la decisión de dejar de
fumar, y con el apoyo de mi familia lo he logrado."
Un buen líder sigue esta regla:
REGLA Hable de sus propios errores antes de criticar los de los demás.
4 A NADIE LE AGRADA RECIBIR ORDENES
Tuve recientemente el placer de comer con la Srta. Ida Tarbell, decana de los
biógrafos norteamericanos. Cuando le comuniqué que estaba escribiendo este
libro, comenzamos a tratar el tema, tan importante, de llevarse bien con la
gente, y me confió que cuando escribía su biografía de Owen D. Young entrevistó
a un hombre que durante tres años trabajó en el mismo despacho que el Sr. Young.
Este hombre declaró que en todo ese lapso no oyó jamás al Sr. Young dar una
orden directa a nadie. Siempre hacía indicaciones, no órdenes. Nunca decía, por
ejemplo: "Haga esto o aquello", o "No haga esto" o "¿Le parece que aquello dará
resultado?" Con frecuencia, después de dictar una carta, preguntaba: "¿Qué le
parece esto?" Al revisar una carta de uno de sus ayudantes, solía insinuar:
"Quizá si la corrigiéramos en este sentido sería mejor". Siempre daba a los
demás una oportunidad de hacer una u otra cosa; los dejaba hacer, y los dejaba
aprender a través de sus errores.
Una técnica así facilita a cualquiera la corrección de sus errores. Una técnica
así salva el orgullo de cada uno y le da una sensación de importancia. Le hace
querer cooperar en lugar de rebelarse.
El resentimiento provocado por una orden violenta puede durar mucho tiempo, aún
cuando la orden haya sido dada para corregir una situación evidentemente mala.
Dan Santarelli, maestro de una escuela vocacional en Wyoming, Pennsylvania,
contó en una de nuestras clases cómo un estudiante suyo había bloqueado la
entrada a uno de los talleres de la escuela estacionando ilegalmente su auto
enfrente. Uno de los otros instructores irrumpió en la clase y preguntó en tono
arrogante:
-¿De quién es el auto que está bloqueando la entrada? -Cuando el estudiante
dueño del auto respondió, el instructor le gritó:- Saque ese auto ya mismo, o
iré yo y lo remolcaré muy lejos.
Es cierto que ese estudiante había actuado mal. No debía haber estacionado en
ese lugar. Pero desde ese día no sólo ese estudiante odió al instructor, sino
que todos los estudiantes de la clase hicieron todo lo que pudieron por darle
problemas al instructor y hacerle las cosas difíciles.
¿Cómo se habría podido manejar el problema? Preguntando de modo amistoso: "¿De
quién es el auto que está en la entrada?" y después sugiriendo que si se lo
movía de ahí, podrían entrar y salir otros autos; el estudiante lo habría movido
con gusto, y ni él ni sus compañeros habrían quedado molestos y resentidos.
Hacer preguntas no sólo vuelve más aceptables las órdenes, sino que con
frecuencia estimula la creatividad de la persona a quien se le pregunta. Es más
probable que la gente acepte con gusto una orden si ha tomado parte en la
decisión de la cual emanó la orden.
Cuando lan Macdonald, de Johannesburg, Sudáfrica, gerente general de una pequeña
fábrica especializada en partes de máquinas de precisión, tuvo la oportunidad de
aceptar un pedido muy grande, estaba convencido de que no podría mantener la
fecha prometida de entrega. El trabajo ya agendado en la fábrica y el plazo tan
breve que se le daba para esta entrega hacían parecer imposible que aceptara el
pedido.
En lugar de presionar a sus empleados para que aceleraran el trabajo, llamó a
una reunión general, les explicó la situación y les dijo cuánto significaría
para la compañía poder aceptar ese pedido. Después empezó a hacer preguntas:
-¿Hay algo que podamos hacer para entregar el pedido?
-¿A alguien se le ocurre una modificación en nuestro proceso de modo que podamos
cumplir con el plazo? -¿Habría algún modo de reordenar nuestros horarios que
pueda ayudarnos?
Los empleados propusieron ideas, e insistieron en que se aceptara el pedido. Lo
enfrentaron con una actitud de "Podemos hacerlo", y el pedido fue aceptado,
producido y entregado a tiempo.
Un líder eficaz utilizará la...
REGLA 4 Haga preguntas en vez de dar órdenes.
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