Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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5 PERMITA QUE LA OTRA PERSONA SALVE SU PRESTIGIO
Hace años, la General Electric Company se vio ante la delicada necesidad de
retirar a Charles Steinmetz de la dirección de un departamento. Steinmetz, genio
de primera magnitud en todo lo relativo a electricidad, era un fracaso como jefe
del departamento de cálculos. Pero la compañía no quería ofenderlo. Era un
hombre indispensable, y sumamente sensible. Se le dio, pues, un nuevo título. Se
lo convirtió en Ingeniero Consultor de la General Electric Company -nuevo título
para el trabajo que ya hacía- al mismo tiempo que se puso a otro hombre al
frente del departamento.
Steinmetz quedó encantado. Y también los directores de la compañía. Habían
maniobrado con su astro más temperamental, sin producir una tormenta, al dejarlo
que salvara su prestigio.
¡Salvar el prestigio! ¡Cuán importante, cuán vitalmente importante es esto! ¡Y
cuán pocos entre nosotros nos detenemos a pensarlo! Pisoteamos los sentimientos
de los demás, para seguir nuestro camino, descubrimos defectos, proferimos
amenazas, criticamos a un niño o a un empleado frente a los demás, sin pensar
jamás que herimos el orgullo del prójimo. Y unos minutos de pensar, una o dos
palabras de consideración, una comprensión auténtica de la actitud de la otra
persona contribuirán poderosamente a aligerar la herida.
Recordemos esto la próxima vez que nos veamos en la desagradable necesidad de
despedir a un empleado.
"Despedir empleados no es muy divertido. Ser despedido lo es menos todavía -dice
una carta que me escribió Marshall A. Granger, contador público-. Nuestro
negocio trabaja según las temporadas. Por lo tanto, tenemos que despedir a
muchos empleados en marzo.
"En nuestra profesión es cosa ya sabida que a nadie le agrada ser el verdugo.
Por consiguiente, se adoptó la costumbre de acabar lo antes posible,
generalmente así:
"-Siéntese, Sr. Fulano. Ha terminado la temporada y parece que ya no tenemos
trabajo para usted. Claro está que usted sabía que lo íbamos a ocupar durante la
temporada... etcétera.
"El efecto que se causaba en los empleados era de decepción, la sensación de que
se los había `dejado en la estacada'. Casi todos ellos eran contadores
permanentes y no conservaban cariño alguno por una casa que los dejaba en la
calle con tan pocas contemplaciones.
"Yo decidí hace poco despedir a nuestros empleados extraordinarios con un poco
más de tacto y consideración. He llamado a cada uno a mi despacho, después de
considerar cuidadosamente el trabajo rendido durante el invierno. Y les he dicho
algo así:
"-Sr. Fulano; ha trabajado usted muy bien (si así ha sido). La vez que lo
enviamos a Newark tuvo una misión difícil. No obstante, la cumplió usted con
grandes resultados, y queremos hacerle saber que la casa se siente orgullosa de
usted. Progresará mucho, dondequiera que trabaje. La casa cree en usted, y no
queremos que lo olvide.
"El efecto obtenido es que los empleados despedidos se marchan con la sensación
de que no se los `deja en la estacada'. Saben que si tuviéramos trabajo para
ellos los conservaríamos. Y cuando los necesitamos nuevamente, vienen con gran
afecto personal."
En una sesión de nuestro curso, dos alumnos hablaron ejemplificando los aspectos
negativos y positivos de permitir que la otra persona salve su prestigio.
Fred Clark, de Harrisburg, Pennsylvania, contó un incidente que había tenido
lugar en su compañía:
-En una de nuestras reuniones de producción, un vi cepresidente le hacía
preguntas muy insistentes a uno de nuestros supervisores de producción, respecto
de un proceso determinado. Su tono de voz era agresivo, y se proponía demostrar
fallas en la actuación de este supervisor. Como no quería quedar mal delante de
sus compañeros, el supervisor era evasivo en sus respuestas. Esto hizo que el
vicepresidente perdiera la paciencia, le gritara al supervisor y lo acusara de
mentir.
"En unos pocos momentos se destruyó toda la buena relación de trabajo que
hubiera podido existir antes del encuentro. A partir de ese momento este
supervisor, que básicamente era un buen elemento, dejó de ser de toda utilidad
para nuestra compañía. Pocos meses después abandonó nuestra firma y fue a
trabajar para un competidor, donde según tengo entendido ha hecho una espléndida
carrera."
Otro participante de la clase, Anna Mazzone, contó un incidente similar que
había tenido lugar en su trabajo ... ¡pero con qué diferente enfoque y
resultados! La señorita Mazzone, especialista en mercado de una empresa
empacadora de alimentos, recibió su primera tarea de importancia: la prueba de
mercado de un producto nuevo. Le contó a la clase:
-Cuando llegaron los resultados de la prueba, me sentí morir. Había cometido un
grave error en la planificación, y ahora toda la prueba tendría que volver a
hacerse. Para empeorar las cosas, no tenía tiempo de exponerle la situación a mi
jefe antes de la reunión de esa mañana, en la que debía informar de este
proyecto. "Cuando me llamaron para dar el informe, yo temblaba de pavor. Había
hecho todo lo posible por no derrumbarme, pero resolví que no lloraría y no les
daría ocasión a todos esos hombres de decir que las mujeres no pueden recibir
tareas de responsabilidad por ser demasiado emocionales. Di un informe muy
breve, diciendo que debido a un error tendría que repetir todo el estudio, cosa
que haría antes de la próxima reunión. Me senté, esperando que mi jefe
estallara.
"Pero no lo hizo: me agradeció mi trabajo y observó que no era infrecuente que
alguien cometiera un error la primera vez que se le asignaba una tarea de
importancia, y que confiaba en que el informe final sería correcto y útil para
la compañía. Me aseguró, delante de todos mis colegas, que tenía fe en mí, y
sabía que yo había puesto lo mejor de mí, y que el motivo de esta falla era mi
falta de experiencia, no mi falta de capacidad.
"Salí de esa reunión caminando en las nubes, y juré que nunca decepcionaría a
ese extraordinario jefe que tenía."
Aún cuando tengamos razón y la otra persona esté claramente equivocada, sólo
haremos daño si le hacemos perder prestigio.
El legendario escritor y pionero de la aviación A . de Saint Exupéry escribió:
"No tengo derecho a decir o hacer nada que disminuya a un hombre ante sí mismo.
Lo que importa no es lo que yo pienso de él, sino lo que él piensa de sí mismo.
Herir a un hombre en su dignidad es un crimen".
Un auténtico líder siempre seguirá la...
REGLA 5 Permita que la otra persona salve su propio prestigio.
6 CÓMO ESTIMULAR A LAS PERSONAS HACIA EL TRIUNFO
Pete Barlow, un viejo amigo, tenía un número de perros y caballos amaestrados y
pasó la vida viajando con circos y compañías de variedades. Me encantaba ver
cómo adiestraba a los perros nuevos para su número. Noté que en cuanto el perro
demostraba el menor progreso, Pete lo palmeaba y elogiaba y le daba golosinas.
Esto no es nuevo. Los domadores de animales emplean esa técnica desde hace
siglos.
¿Por qué, entonces, no utilizamos igual sentido común cuando tratamos de cambiar
a la gente que cuando tratamos de cambiar a los perros? ¿Por qué no empleamos
golosinas en lugar de un látigo? ¿Por qué no recurrimos al elogio en lugar de la
censura? Elogiemos hasta la menor mejora. Esto hace que los demás quieran seguir
mejorando.
En su libro “No soy gran cosa, nena, pero soy todo lo que puedo ser”, el
psicólogo Jess Lair comenta: "El elogio es como la luz del sol para el espíritu
humano; no podemos florecer y crecer sin él. Y aun así, aunque casi todos
estamos siempre listos para aplicar a la gente el viento frío de la crítica,
siempre sentimos cierto desgano cuando se trata de darle a nuestro prójimo la
luz cálida del elogio".*
* Jess Lair: “No soy gran cosa, nena, peso soy todo lo que puedo ser”
(Greenwich, Conn.: Fawcett 1976).
Al recordar mi vida puedo ver las ocasiones en que unas pocas palabras de elogio
cambiaron mi porvenir entero. ¿No puede usted decir lo mismo de su vida? La
historia está llena de notables ejemplos de esta magia del elogio.
Por ejemplo, hace medio siglo, un niño de diez años trabajaba en una fábrica de
Nápoles. Anhelaba ser cantor, pero su primer maestro lo desalentó. Le dijo que
no podría cantar jamás, que no tenía voz, que tenía el sonido del viento en las
persianas.
Pero su madre, una pobre campesina, lo abrazó y ensalzó y le dijo que sí, que
sabía que cantaba bien, que ya notaba sus progresos; y anduvo descalza mucho
tiempo a fin de economizar el dinero necesario para las lecciones de música de
su hijo. Los elogios de aquella campesina, sus palabras de aliento, cambiaron la
vida entera de aquel niño. Quizá haya oído usted hablar de él. Se llamaba
Caruso. Fue el más famoso y el mejor cantante de ópera de su tiempo.
A comienzos del siglo XIX, un jovenzuelo de Londres aspiraba a ser escritor.
Pero todo parecía estar en su contra. No había podido ir a la escuela más que
cuatro años. Su padre había sido arrojado a una cárcel porque no podía pagar sus
deudas, y este jovencito conoció a menudo las punzadas del hambre. Por fin
consiguió un empleo para pegar etiquetas en botellas de betún, dentro de un
depósito lleno de ratas; y de noche dormía en un triste desván junto con otros
dos niños, ratas de albañal en los barrios pobres. Tan poca confianza tenía en
sus condiciones de escritor que salió a hurtadillas una noche a despachar por
correo su primer manuscrito, para que nadie pudiera reírse de él. Un cuento tras
otro le fue rechazado. Finalmente, llegó el gran día en que le aceptaron uno. Es
cierto que no se le pagaba un centavo, pero un director lo elogiaba. Un director
de diario lo reconocía como escritor. Quedó el mozo tan emocionado que ambuló
sin destino por las calles, llenos los ojos de lágrimas.
El elogio, el reconocimiento que recibía al conseguir que imprimieran un cuento
suyo, cambiaban toda su carrera, pues si no hubiera sido por ello quizá habría
pasado la vida entera trabajando como hasta entonces. Es posible que hayan oído
hablar ustedes de este jovenzuelo. Se llamaba Charles Dickens.
Otro niño de Londres trabajaba en una tienda de comestibles. Tenía que
levantarse a las cinco, barrer la tienda y trabajar después como esclavo durante
catorce horas. Era una esclavitud, en verdad, y el mozo la despreciaba. Al cabo
de dos años no pudo resistir más; se levantó una mañana y, sin esperar el
desayuno, caminó veinticinco kilómetros para hablar con su madre, que estaba
trabajando como ama de llaves.
El muchacho estaba frenético. Rogó a la madre, lloró, juró que se mataría si
tenía que seguir en aquella tienda. Después escribió una extensa y patética
carta a su viejo maestro de escuela, declarando que estaba desalentado, que ya
no quería vivir. El viejo maestro lo elogió un poco y le aseguró que era un
joven muy inteligente, apto para cosas mejores; y le ofreció trabajo como
maestro.
Esos elogios cambiaron el futuro del mozo, y dejaron una impresión perdurable en
la historia de la literatura inglesa. Porque aquel niño ha escrito desde
entonces innumerables libros y ha ganado cantidades enormes de dinero con su
pluma. Quizá lo conozca usted. Se llamaba H. G. Wells.
El uso del elogio en lugar de la crítica es el concepto básico de las enseñanzas
de B. F. Skinner. Este gran psicólogo contemporáneo ha mostrado, por medio de
experimentos con animales, y con seres humanos, que minimizando las críticas y
destacando el elogio, se reforzará lo bueno que hace la gente, y lo malo se
atrofiará por falta de atención.
John Ringelspaugh, de Rocky Mount, Carolina del Norte, usó el método en el trato
con sus hijos. Como en muchas familias, en la suya parecía que la única forma de
comunicación entre madre y padre por un lado, e hijos por el otro, eran los
gritos. Y, como suele suceder, los chicos se ponían un poco peores, en
lugar de un poco mejores, después de cada una de tales sesiones... y los padres
también. El problema no parecía tener una solución a la vista.
El señor Ringelspaugh decidió usar alguno de los principios que estaba
aprendiendo en nuestro curso. Nos contó:
-Decidimos probar con los elogios en lugar de la crítica a sus defectos. No era
fácil, cuando todo lo que podíamos ver eran las cosas negativas de nuestros
hijos; fue realmente duro encontrar algo que elogiar. Conseguimos encontrar
algo, y durante el primer día o dos algunas de las peores cosas que estaban
haciendo desaparecieron. Después empezaron a desaparecer sus otros defectos.
Empezaron a capitalizar los elogios que les hacíamos. Incluso empezaron a
salirse de sus hábitos para hacer las cosas mejor. No podíamos creerlo, Por
supuesto, no duró eternamente, pero la norma en que nos ajustamos después fue
mucho mejor que antes. Ya no fue necesario reaccionar como solíamos hacerlo. Los
chicos hacían más cosas buenas que malas. Todo lo cual fue resultado de elogiar
el menor acierto en ellos antes que condenar lo mucho que hacían mal.
También en el trabajo funciona. Keith Roper, de Woodland Hills, California,
aplicó este principio a una situación en su compañía. Recibió un material
impreso en las prensas de la compañía, que era de una calidad excepcionalmente
alta. El hombre que había hecho este trabajo había tenido dificultades para
adaptarse a su empleo. El supervisor estaba preocupado ante lo que consideraba
una actitud negativa, y había pensado en despedirlo.
Cuando el señor Roper fue informado de esta situación, fue personalmente a la
imprenta y tuvo una charla con el joven. Le manifestó lo mucho que le había
gustado el trabajo que había recibido, y dijo que era lo mejor que se había
hecho en la imprenta desde hacía tiempo. Se tomó el trabajo de señalar en qué
aspectos la impresión había sido excelente, y subrayó lo importante que sería la
contribución de este joven a la compañía.
¿Les parece que esto afectó la actitud del joven impresor hacia la empresa? En
pocos días hubo un cambio completo. Les contó a varios de sus compañeros esta
conversación, y se mostraba orgulloso de que alguien tan importante apreciara su
buen trabajo. Desde ese día fue un empleado leal y dedicado.
El señor Roper no se limitó a halagar al joven obrero diciéndole: "Usted es
bueno". Señaló específicamente los puntos en que su trabajo era superior.
Elogiando un logro específico, en lugar de hacer una alabanza generalizada, el
elogio se vuelve mucho más significativo para la persona a quien se lo dirige. A
todos les agrada ser elogiados, pero cuando el elogio es específico, se lo
recibe como sincero, no algo que la otra persona puede estar diciendo sólo para
hacemos sentir bien.
Recordémoslo: todos anhelamos aprecio y reconocimiento, y podríamos hacer casi
cualquier cosa por lograrlo. Pero nadie quiere mentiras ni adulación.
Lo repetiré una vez más: los principios que se enseñan en este libro sólo
funcionarán cuando provienen del corazón. No estoy promoviendo trucos. Estoy
hablando de un nuevo modo de vida.
No hablemos ya de cambiar a la gente. Si usted y yo inspiramos a aquellos con
quienes entramos en contacto para que comprendan los ocultos tesoros que poseen,
podemos hacer mucho más que cambiarlos. Podemos transformarlos, literalmente.
¿Exageración? Escuche usted estas sabias palabras del profesor William James, de
Harvard, el más distinguido psicólogo y filósofo, quizá, que ha tenido
Norteamérica:
En comparación con lo que deberíamos ser, sólo estamos despiertos a medias.
Solamente
utilizamos una parte muy pequeña de nuestros recursos físicos y mentales. En
términos
generales, el individuo humano vive así muy dentro de sus límites. Posee poderes
de
diversas suertes, que habitualmente no utiliza.
Sí, usted mismo posee poderes de diversas suertes que habitualmente no utiliza;
y uno de esos poderes, que no utiliza en toda su extensión, es la mágica
capacidad para elogiar a los demás e inspirarlos a comprender sus posibilidades
latentes.
Las capacidades se marchitan bajo la crítica; florecen bajo el estímulo. De modo
que para volverse un líder más eficaz de la gente utilice la ...
REGLA 6 Elogie el más pequeño progreso y, además, cada progreso. Sea "caluroso
en su aprobación y generoso
en sus elogios".
7 CRÍA FAMA Y ÉCHATE A DORMIR
¿Qué hacer cuando una persona que ha trabajado bien empieza a hacerlo mal? Se lo
puede despedir, pero eso no soluciona nada. Se lo puede tratar con energía, pero
eso por lo general provoca resentimiento. Henry Henke, gerente de servicios de
una importante agencia de camiones en Lowell, Indiana, tenía un mecánico cuyo
trabajo se había vuelto menos satisfactorio. En lugar de gritarle o amenazarlo,
el señor Henke lo llamó a su oficina, y tuvo una charla sincera con el hombre:
-Bill -le dijo-. Usted es un excelente mecánico. Hace años que trabaja con
nosotros. Ha reparado muchos vehículos dejando plenamente satisfechos a los
clientes. De hecho, hemos recibido no pocos elogios por el buen trabajo que
usted ha hecho. Pero últimamente el tiempo que se toma para terminar cada tarea
se está haciendo mayor, y los resultados no son los de antes. Como usted ha sido
un mecánico tan excelente en el pasado, estoy seguro de que le interesará saber
que no me siento feliz con la situación, y quizás entre los dos podamos
encontrar el modo de corregir el problema.
Bill respondió que no había advertido el desmejoramiento de su rendimiento, y le
aseguró al jefe que seguía siendo capaz de realizar bien su trabajo, y trataría
de mejorarlo en el futuro.
¿Lo hizo? Vaya si lo hizo. Volvió a ser un mecánico rápido y seguro. Con la
reputación que le había dado el señor Henke para mantener, ¿qué otra cosa podía
hacer sino realizar un trabajo comparable con el que había hecho en el pasado?
"La persona común -escribe Samuel Vauclain, presidente de la Baldwin Locomotive
Works- puede ser llevada fácilmente si se obtiene su respeto y se le muestra
respeto por alguna clase de capacidad suya."
En suma, si quiere usted que una persona mejore en cierto sentido, proceda como
si ese rasgo particular fuera una de sus características sobresalientes.
Shakespeare dijo: "Asume una virtud si no la tienes". Y lo mismo se puede
presumir con respecto a los demás y afirmar abiertamente que tiene aquella
virtud que uno quiere desarrollar en él. Désele una reputación, y se le verá
hacer esfuerzos prodigiosos antes de desmentirla.
Georgette Leblanc, en su libro “Recuerdos. Mi vida con Maeterlinck”, describe la
asombrosa transformación de una humilde Cenicienta belga.
"Una sirvienta de un hotel cercano me llevaba las comidas. Se llamaba Marie, la
Lavaplatos, porque había comenzado su carrera como ayudante de cocina. Era una
especie de monstruo, bizca, de piernas combadas, pobre en carne y en espíritu.
"Un día en que me acercaba con sus rojas manos un plato de fideos, le dije a
boca de jarro:
"-Marre, no sabe usted qué tesoros tiene ocultos. "Acostumbrada a dominar sus
emociones, Marie esperó unos momentos, sin atreverse a hacer un gesto por temor
a una catástrofe. Por fin dejó el plato en la mesa, suspiró y exclamó
ingenuamente:
"-Señora, jamás lo habría creído.
"No tuvo una duda, ni hizo una pregunta. Volvió a la cocina y repitió lo que yo
había dicho, y tal es la fuerza de la fe, que nadie se rió de ella. Desde aquel
día se le tuvo cierta consideración. Pero el cambio más curioso se produjo en la
misma Marie. Con la idea de que era el receptáculo de maravillas invisibles,
comenzó a cuidarse la cara y el cuerpo, tanto que su olvidada juventud pareció
florecer y ocultar su fealdad.
"Dos meses más tarde, cuando yo me marchaba de allí, anunció su próxima boda con
el sobrino del `chef'. "-Voy a ser una señora -dijo, y me agradeció. Un a
pequeña frase había cambiado su vida entera." Georgette Leblanc había dado a
Marie una reputación que justificar, y esa reputación la transformó.
Bill Parker, representante de ventas de una compañía de comida en Daytona Beach,
Florida, se entusiasmó mucho con la nueva línea de productos que introducía su
compañía, y quedó apesadumbrado cuando el gerente de un gran almacén de
alimentos rechazó la oportunidad de introducir el nuevo producto en su negocio.
Bill pasó todo el día lamentando este rechazo, y decidió volver al almacén antes
de irse a su casa esa noche, y probar una vez más.
-Jack -le dijo al dueño-, cuando me marché esta semana, comprendí que no te
había presentado un cuadro completo de la nueva línea, y te agradecería que me
des unos minutos para señalarte todos los puntos que omití. Siempre te he
admirado por tu capacidad para escuchar, y por tu buena disposición a cambiar
cuando los hechos piden un cambio.
¿Podía rehusarse Jack a darle otra oportunidad? No después de que el vendedor le
hubo establecido esa reputación.
Una mañana, el doctor Martín Fitzhugh, dentista de Dublín, Irlanda, se
sorprendió al oír que una paciente le señalaba que la taza metálica que estaba
usando para enjuagarse la boca no estaba muy limpia. Es cierto que la paciente
bebía del vasito de papel, pero de todos modos no era digno de un profesional
usar equipo sucio.
Cuando la paciente se marchó, el doctor Fitzhugh pasó a su oficina privada a
escribirle una carta a Bridgit, la mujer que venía dos veces por semana a
limpiar su oficina. Escribió esto
"Mi querida Bridgit:
Nos vemos tan rara vez que quise tomarme un momento para agradecerle el
excelente trabajo de limpieza que hace. A propósito, querría decirle que, como
dos horas dos veces por semana es un tiempo muy limitado, puede trabajar una
media hora extra de vez en cuando, cada vez que sienta necesidad de ocuparse de
esas cosas que se hacen "de tanto en tanto", como limpiar la taza de metal donde
van los vasitos de papel, o cosas así. Por supuesto que le pagaré el tiempo
extra."
-Al día siguiente cuando entré al consultorio -contó el doctor Fitzhugh-, mi
escritorio había sido limpiado hasta quedar como un espejo, lo mismo que la
silla, de la que casi me resbalé. Al entrar a la sala de tratamiento, encontré
la taza de metal más brillante que hubiera visto nunca. Le había dado a la mujer
de la limpieza una excelente reputación que mantener, y este pequeño gesto mío
había hecho que se superara a sí misma. ¿Y cuánto tiempo adicional creen que le
tomó? Ni un minuto.
Hay un viejo dicho: "Cría fama y échate a dormir". Demos fama a los demás y
veamos qué ocurre.
Cuando la señora Ruth Hopkins, maestra de cuarto grado de una escuela de
Brooklyn, Nueva York, echó una mirada a su clase el primer día del año, su
entusiasmo y alegría por empezar un nuevo término quedaron matizados por el
temor. En su clase este año tendría a Tommy T., el más notorio "chico malo" de
la escuela. Su maestra de tercer grado se había quejado constantemente de Tommy
T. con sus colegas, la directora y todos los que quisieran escucharla. No era
sólo un chico díscolo, sino que además provocaba graves problemas de disciplina
en la clase, buscaba pelea con los chicos, molestaba a las niñas, le respondía a
la maestra, y parecía empeorar a medida que crecía. Su único rasgo redentor era
su facilidad para aprender.
La señora Hopkins decidió enfrentar el "problema Tommy" de inmediato. Cuando
saludó a sus nuevos alumnos, hizo pequeños comentarios sobre cada uno de ellos:
"Rose, es muy lindo el vestido que tienes", "Alicia, me han dicho que eres muy
buena dibujante". Cuando llegó a Tommy, lo miró a los ojos y le dijo: "Tommy,
tengo entendido que tienes alma de líder. Dependeré de ti para que me ayudes a
hacer de esta división el mejor de los cuartos grados". Reforzó esto en los
primeros días de clase felicitando a Tommy por cada cosa que hacía, y comentando
lo buen alumno que era. Con esa reputación que mantener, ni siquiera un chico de
nueve años podía defraudarla... y no la defraudó.
Si usted quiere obtener buenos resultados en esa difícil misión de cambiar la
actitud o conducta de los otros, recuerde la...
REGLA 7 Atribuya a la otra persona una buena reputación para que se interese en
mantenerla.
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