Cómo ganar amigos e influir sobre las personas
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PRIMERA PARTE
TÉCNICAS FUNDAMENTALES PARA TRATAR CON EL PRÓJIMO
2 EL GRAN SECRETO PARA TRATAR CON LA GENTE
Sólo hay un medio para conseguir que alguien haga algo. ¿Se ha detenido usted
alguna vez a meditar en esto? Sí, un solo medio. Y es el de hacer que el prójimo
quiera hacerlo.
Recuerde que no hay otro medio.
Es claro que usted puede hacer que un hombre quiera entregarle su reloj,
poniéndole un revólver en el pecho. Puede hacer también que un empleado le
preste su cooperación -hasta que usted vuelva la espalda- si amenaza con
despedirlo. Puede hacer que un niño haga lo que usted quiere si empuña un látigo
o lo amenaza. Pero estos métodos tan crudos tienen repercusiones muy poco
deseables.
La única manera de conseguir que usted haga algo es darle lo que usted quiere.
¿Qué es lo que quiere?
El famoso Dr. Sigmund Freud, uno de los más distinguidos psicólogos del siglo
XX, decía que todo lo que usted y yo hacemos surge de dos motivos: el impulso
sexual y el deseo de ser grande.
El profesor John Dewey, el más profundo filósofo de los Estados Unidos, formula
la teoría con cierta diferencia. Dice el Dr. Dewey que el impulso más profundo
de la naturaleza humana es "el deseo de ser importante". Recuerde esta frase:
"el deseo de ser importante". Es muy significativa. La va a ver muy a menudo en
este libro.
¿Qué es lo que quiere usted? No muchas cosas, pero las pocas que desea son
anheladas con una insistencia que no admite negativas. Casi todos los adultos
normales quieren:
1. - La salud y la conservación de la vida.
2. - Alimento.
3. - Sueño.
4. - Dinero y las cosas que compra el dinero.
5. - Vida en el más allá.
6. - Satisfacción sexual.
7. - El bienestar de los hijos.
8. - Un sentido de propia importancia.
Casi todas estas necesidades se ven complacidas en la vida, todas, en verdad,
menos una. Pero hay un anhelo casi tan profundo, casi tan imperioso como el
deseo de alimentarse y dormir, y ese anhelo se ve satisfecho muy rara vez. Es lo
que llama Freud "el deseo de ser grande". Es lo que llama Dewey "el deseo de ser
importante".
Lincoln empezó una vez una carta con estas palabras: "A todo el mundo le agrada
un elogio". William James dijo: "El principio más profundo del carácter humano
es el anhelo de ser apreciado". Véase que no habló del "deseo", sino del anhelo
de ser apreciado.
Ahí tenemos una sed humana infalible y persistente; y los pocos individuos que
satisfacen honestamente esta sed del corazón podrán tener a los demás en la
palma de la mano, y "hasta el sepulturero se apenará cuando mueran”.
El deseo de sentirse importante es una de las principales diferencias que
distinguen a los hombres de los animales. Demos un ejemplo: Cuando yo era niño,
en una granja de Missouri, mi padre criaba
cerdos DurocJersey y vacas Hereford de pedigree. Solíamos exhibir nuestros
cerdos y vacas en las ferias de los condados y en las exposiciones de ganadería
de todo el Medio Oeste. Obteníamos primeros premios por veintenas. Mi padre
fijaba las cintas azules en un trozo de muselina blanca, y cuando llegaban
amigos o visitantes a nuestra casa sacaba esa muselina y entre él y yo
mostrábamos los premios.
Los cerdos no se interesaban por las cintas que habían ganado. Pero mi padre sí.
Estos premios le daban un sentido de importancia.
Si nuestros antepasados no hubiesen sentido este ardiente anhelo de ser
importantes, la civilización habría sido imposible. Sin él seríamos iguales que
los animales.
Este deseo de sentirse importante fue lo que llevó a un pobre empleado de una
tienda de comestibles, un mozo sin recursos y sin educación, a estudiar unos
libros de derecho que había encontrado en el fondo de un barril que, con otros
restos de una casa deshecha, comprara por cincuenta centavos. Quizá haya oído el
lector hablar de este mozo. Se llamaba Lincoln.
Este deseo de sentirse importante fue lo que inspiró a Dickens para escribir sus
novelas inmortales. Este deseo inspiró a Sir Christopher Wren en el diseño de
sus sinfonías de piedra. Este deseo hizo que Rockefeller reuniera millones y
millones de dólares que jamás gastó. Y este mismo deseo hace que los hombres más
ricos de cada ciudad, construyan una casa demasiado amplia para sus necesidades.
Este deseo hace que todos pretendamos vestir de acuerdo con la última moda,
conducir el automóvil más reciente y hablar de nuestros hijos tan inteligentes.
Este mismo deseo es lo que lleva a muchos jóvenes a ser pistoleros y bandoleros.
"Casi todos los criminales jóvenes -dice E. P. Mulrooney, ex jefe de la Policía
de Nueva York- tienen un excesivo egoísmo, y su primer pedido después de ser
arrestados es que les lleven esos perniciosos periódicos en que se los pinta
como héroes. La perspectiva de cumplir una condena parece remota en tanto el
criminal puede extasiarse ante una fotografía suya que comparte las páginas con
las de famosos deportistas, estrellas del cine y la televisión, y políticos."
Si usted me dice cómo satisface sus deseos de ser importante, le diré qué es
usted. Eso es lo que determina su carácter. Es la cosa más significativa que hay
en usted. Por ejemplo, John D. Rockefeller satisfacía su deseo de importancia
dando dinero para que se levantara un hospital moderno en Pekín, China, a fin de
atender a millones de pobres a quienes no había visto jamás ni jamás vería.
Dillinger, en cambio, se sentía importante como bandido, asaltante de bancos y
asesino. Cuando los agentes federales lo perseguían penetró en una granja de
Minnesota y exclamó: " ¡Soy Dillinger!" Estaba orgulloso de ser el Enemigo
Público Número 1.
Sí, la diferencia significativa que se advierte entre Dillinger y Rockefeller es
la forma en que satisfacían sus deseos de ser importantes.
La historia chispea con divertidos ejemplos de personas famosas que lucharon por
dar satisfacción a sus deseos de importancia. El mismo George Washington quería
ser llamado "Su Poderío, el Presidente de los Estados Unidos"; y Colón reclamaba
el título de "Almirante del Océano y Virrey de las Indias". Catalina la Grande
se negaba a abrir cartas que no estuvieran dirigidas a "Su Majestad Imperial"; y
la Sra. de Lincoln, en la Casa Blanca, se volvió una vez hacia la Sra. de Grant,
como una tigresa, y gritó: "¿Cómo se atreve usted a sentarse en mi presencia sin
que la haya invitado a hacerlo?"
Nuestros millonarios ayudaron al almirante Byrd a financiar su expedición al
Antártico en 1928 con la condición de que caletas y montañas heladas fuesen
bautizadas con sus nombres; y Victor Hugo aspiraba a que la ciudad de París,
nada menos, fuera rebautizada con su nombre. Hasta Shakespeare, grande entre los
grandes, trató de agregar brillo a su nombre procurándose un escudo de nobleza
para su familia.
Hay personas que se convierten en inválidos para obtener simpatía y atención y
satisfacer así sus deseos de importancia. Por ejemplo, tomemos a la Sra.
McKinley. Se sentía importante al obligar a su esposo, el presidente de los
Estados Unidos, a descuidar importantes asuntos de Estado para reclinarse junto
a su cama, un brazo en torno a su cuerpo, hasta que la hiciera dormir.
Alimentaba su deseo de ser atendida insistiendo en que el presidente
permaneciera con ella mientras se hacía arreglar los dientes, y una vez provocó
una tormentosa escena cuando McKinley tuvo que dejarla sola con el dentista para
acudir a una cita con John Hay, su secretario de Estado.
La escritora Mary Roberts Rinehart me contaba una vez el caso de una mujer
joven, inteligente, vigorosa, que quedó postrada en cama a fin de satisfacer sus
deseos de sentirse importante. "Un día -relata la Sra. Rinehart- esta mujer se
vio obligada a afrontar algo, acaso su edad y el hecho de que nunca se casaría.
Contempló los años solitarios que tenía por delante, y en lo poco que le quedaba
por esperar. Se metió en cama, y durante diez años su anciana madre subió y bajó
escaleras para cuidarla, alimentarla, atenderla, en su habitación de un tercer
piso. Por fin un día la madre, fatigada de tanto quehacer, enfermó y a poco
murió. Durante unas semanas languideció la inválida; después se levantó, se
vistió y volvió a vivir."
Algunas autoridades declaran que ciertas personas pueden llegar a la demencia a
fin de encontrar, en sus sueños, el sentido de importancia que les ha sido
negado en el áspero mundo de la realidad. Hay en los hospitales de los Estados
Unidos más enfermos mentales que de todas las otras enfermedades juntas.
¿Cuáles son las causas de la demencia?
Nadie puede responder a una pregunta tan general, pero sabemos que ciertas
enfermedades, como la sífilis, quebrantan y destruyen las células del cerebro, y
producen la demencia como resultado. En rigor de
verdad, aproximadamente la mitad de todas las enfermedades mentales puede
atribuirse a causas físicas corno son las lesiones cerebrales, alcohol, toxinas.
Pero la otra mitad -y esto es lo terrible-, la otra mitad, de la gente que
pierde la cordura no sufre al parecer ninguna lesión en las células cerebrales.
En las autopsias, cuando se estudian sus tejidos cerebrales con los más
poderosos microscopios, se los encuentra tan sanos como los de un cerebro
normal.
¿Por qué enloquecen estas personas?
Yo hice recientemente esta pregunta al médico jefe de uno de nuestros más
importantes hospicios. Este médico, que ha recibido los más altos honores y las
recompensas más codiciadas por sus conocimientos sobre la demencia, me confió
francamente que no sabe por qué enloquece la gente. Nadie lo sabe de seguro.
Pero me dijo que muchas personas que enloquecen encuentran en la demencia ese
sentido de su importancia que no pudieron obtener en el mundo de la realidad.
Después me narró lo siguiente:
"Tengo una paciente cuyo casamiento resultó una tragedia. Deseaba amor,
satisfacción sexual, hijos y prestigio social; pero la vida destrozó todas sus
esperanzas. Su esposo no la amaba. Hasta se negaba a comer con ella, y la
obligaba a servirle las comidas en su cuarto, en el primer piso. No tenía hijos
ni importancia social. Enloqueció; y, en su imaginación, se divorció y recuperó
su nombre de soltera. Ahora cree que se ha casado con un aristócrata inglés, e
insiste en que se llama Lady Smith. Y en cuanto a los hijos, se imagina que
todas las noches da a luz a uno. Cada vez que la visito me dice: Doctor, anoche
tuve un bebé."
La vida hizo naufragar todas las naves de sus sueños en los escollos de la
realidad; pero en las islas fantásticas, llenas de sol, de la demencia, todas
esas naves llegan ahora a puerto con las velas desplegadas.
¿Tragedia? Pues no lo sé. Su médico me dijo: "Si pudiese estirar una mano y
devolverle la cordura, no lo haría. Es mucho más feliz tal como está".
Si algunas personas tienen tanta sed de importancia que llegan a la demencia,
imaginemos los milagros que usted o yo podremos lograr si damos al prójimo una
honrada apreciación de su importancia, del otro lado de la demencia.
Una de las primeras personas en el mundo norteamericano de los negocios a la que
se le pagó un salario anual de más de un millón de dólares (cuando no había
impuesto a los ingresos y una persona que ganaba cincuenta dólares a la semana
podía vivir muy bien), fue Charles Schwab. Andrew Camegie lo había elegido para
ser el primer presidente de la recién formada United States Steel Company, en
1921, cuando Schwab tenía sólo treinta y ocho años de edad. (Posteriormente
Schwab partió de U. S. Steel para hacerse cargo de la Bethlehem Steel Company,
en ese momento cargada de problemas, y la reconstruyó hasta volverla una de las
compañías de mejor balance en el país.)
¿Por qué pagaba Andrew Carnegie a Charles Schwab más de un millón de dólares por
año, o sea unos tres mil dólares por día? ¿Por qué?
¿Acaso porque Schwab era un genio? No. ¿Porque sabía más que los otros técnicos
acerca de la fabricación del acero? Tampoco. Charles Schwab me ha confesado que
trabajaban con él muchos hombres que sabían considerablemente más que él acerca
de la fabricación del acero.
Schwab aseguraba que se le pagaba ese sueldo sobre todo por su capacidad para
tratar con la gente. Le pregunté cómo hacía. Voy a dar su secreto, en sus mismas
palabras: palabras que deberían ser grabadas en bronce y fijadas en todos los
hogares y escuelas, en todas las tiendas y oficinas del país; palabras que los
niños deberían recordar de memoria, en lugar de esforzarse por saber la
conjugación de verbos latinos o la cifra de la lluvia anual en el Brasil;
palabras que transformarán su vida, lector, y la mía, por poco que las
escuchemos:
"Considero -dijo Schwab- que el mayor bien que poseo es mi capacidad para
despertar entusiasmo entre los hombres, y que la forma de desarrollar lo mejor
que hay en el hombre es por medio del aprecio y el aliento.
"Nada hay que mate tanto las ambiciones de una persona como las críticas de sus
superiores. Yo jamás critico a nadie. Creo que se debe dar a una persona un
incentivo para que trabaje. Por eso siempre estoy deseoso de ensalzar, pero soy
remiso para encontrar defectos. Si algo me gusta, soy caluroso en mi aprobación
y generoso en mis elogios."
Esto es lo que hacía Schwab. Pero, ¿qué hace la persona común? Precisamente lo
contrario. Si alguna cosa no le gusta, arma un escándalo; si le gusta, no dice
nada.
"En mi amplia relación con la vida, en mis encuentros con muchos grandes
personajes en diversas partes del mundo -declaró Schwab-, no he encontrado
todavía la persona, por grande que fuese o elevadas sus funciones, que no
cumpliera mejor trabajo y realizara mayores esfuerzos dentro de un espíritu de
aprobación que dentro de un espíritu de crítica."
Esa fue, agregó francamente, una de las principales razones del notable éxito de
Andrew Carnegie. Carnegie elogiaba a sus semejantes en público y en privado.
Carnegie quiso elogiar a sus ayudantes hasta después de muerto. Para su tumba
escribió un epitafio que decía: "Aquí yace un hombre que supo cómo rodearse de
hombres más hábiles que él".
La apreciación sincera fue uno de los secretos del buen éxito de Rockefeller en
su trato con la gente. Por ejemplo, cuando uno de sus socios, Edward T. Bedford,
cometió un error e hizo perder a la firma un millón de dólares con una mala
compra en América del Sur, John D. pudo haberlo criticado; pero sabía
que Bedford había procedido según sus mejores luces, y el incidente quedó en
nada. Pero Rockefeller encontró algo que elogiar: felicitó a Bedford porque
había podido salvar el sesenta por ciento del dinero. invertido. "Espléndido
-dijo Rockefeller-. No siempre nos va tan bien en mi despacho."
Tengo entre mis recortes una historia que sé que nunca sucedió, pero la repetiré
porque ilustra una verdad. Según esta fantasía, una mujer granjera, al término
de una dura jornada de labor, puso en los platos de los hombres de la casa nada
más que heno. Cuando ellos, indignados, le preguntaron si se había vuelto loca,
ella replicó:
-¿Y cómo iba a saber que se darían cuenta? Hace veinte años que cocino para
ustedes, y en todo ese tiempo nunca me dieron a entender que lo que comían no
era Heno.
Hace unos años se hizo un estudio sociológico entre esposas que habían
abandonado sus hogares, ¿y cuál creen que fue la razón principal que dieron para
haber tomado su decisión? "Falta de aprecio." Si se hiciera un estudio similar
entre maridos que han huído de sus casas, creo que se llegaría a la misma
conclusión. Con frecuencia damos tan por sentada la presencia de nuestro
cónyuge, que nunca le manifestamos nuestro aprecio.
Un miembro de una de nuestras clases nos habló de un pedido que le había hecho
su esposa. Ella y un grupo de mujeres de su parroquia habían iniciado un
programa de automejoramiento. Le pidió a su marido que la ayudara haciéndole una
lista de seis cosas que creyera que ella podía hacer para ser una mejor esposa.
Nos dijo: "El pedido me sorprendió. Francamente, me habría sido fácil enumerar
seis cosas que me habría gustado ver cambiar en ella (y estoy seguro de que ella
podría haber hecho una lista de un millar de cosas que querría cambiar en mí),
pero no lo hice. Le dije: `Déjame pensarlo y, te daré una respuesta mañana'.
"Al día siguiente me levanté muy temprano y llamé al florista, y le pedí que le
mandara seis rosas rojas a mi esposa con una nota diciendo: `No se me ocurren
seis cosas que querría que cambies. Te amo tal como eres”.
"Cuando llegué a casa esa tarde, quién creen que me recibió en la puerta:
exacto, mi esposa. Estaba al borde de las lágrimas. No necesito decir que me
felicité por no haberla criticado como me lo había pedido.
"El domingo siguiente en la iglesia, después de que ella hubo informado del
resultado de su tarea, varias mujeres del grupo se me acercaron y me dijeron:
`Fue el gesto más tierno del que tenga noticias'. Entonces comprendí cuál era el
poder del aprecio."
Florenz Ziegfeld, el más espectacular de los empresarios teatrales que ha habido
jamás en Broadway, conquistó su reputación gracias a su sutil habilidad para
"glorificar a la joven norteamericana". Una vez tras otra elegía a alguna joven
en quien nadie se fijaba v la transformaba en el escenario en una
resplandeciente visión de misterio y seducción. Como conocía el valor del
aprecio y la confianza, hacía que las mujeres se sintieran bellas por el solo
poder de su galantería y su consideración. Era, además, un hombre práctico:
aumentó el sueldo de las coristas desde treinta dólares por semana hasta una
cifra que a veces llegaba a ciento setenta y cinco. Y también era caballeresco:
en las noches de estreno en el Follies enviaba telegramas a las estrellas del
reparto y hermosas rosas a todas las chicas del coro.
Yo sucumbí una vez a la moda del ayuno y pasé seis días y sus noches sin comer.
No fue difícil. Tenía menos hambre al fin del sexto día que al fin del segundo.
Pero yo y usted conocemos personas que pensarían haber cometido un crimen si
dejaran a sus familias o sus empleados seis días sin comer; pero los dejan estar
seis días, y seis semanas, y a veces sesenta años, sin darles jamás una muestra
calurosa de esa apreciación que anhelan casi tanto como anhelan el alimento.
Cuando Alfred Lunt, uno de los grandes actores de su época, desempeñó el papel
principal en Reunión de Viena, declaró: "Nada hay que yo necesite tanto como
alimento para mi propia estima".
Alimentamos los cuerpos de nuestros hijos y amigos y empleados; pero muy raras
veces alimentamos su propia estima. Les damos carne y papas para que tengan
energía; pero descuidamos darles amables palabras de aprecio que cantarían
durante años en su recuerdo.
Paul Harvey, en una de sus transmisiones radiales, El Resto de la Historia,
cuenta cómo una apreciación sincera puede cambiar la vida de una persona. Contó
que años atrás un maestro de Detroit le pidió a Stevie Morris que lo ayudara a
encontrar un ratoncito que se había escapado en el aula de clases. El maestro
apreciaba el hecho de que la naturaleza le había dado a Stevie algo que ningún
otro alumno tenía. La naturaleza le había dado a Stevie un notable par de oídos,
para compensar la ceguera de sus ojos. Pero ésta fue la primera ocasión en que
Stevie sintió que se apreciaba la fineza de su oído. Ahora, años después, dice
que ese acto de aprecio fue el comienzo de una nueva vida. Desde aquel entonces
desarrolló su don del oído hasta volverse, bajo el nombre artístico de Stevie
Wonder, uno de los grandes músicos populares de la década
de 1970.*
* Paul Aurandt, Paul Harvey's The Rest of the Story (New York: Doubleday, 1977).
Compilado por Lynne Harvey.
Algunos lectores están diciendo ahora mismo, al leer estas líneas: "¡Cosas
viejas! ¡Elogios! ¡Adulación! Ya he hecho la prueba. No da resultado, al menos
con personas inteligentes".
Es claro que la adulación no da resultados con la gente que discierne. Es algo
hueco, egoísta y poco sincero. Su empleo debe conducir al fracaso, y así ocurre
generalmente. Aunque no faltan personas tan hambrientas,
tan sedientas de que se les muestre aprecio, que tragan cualquier cosa, así como
un hombre hambriento puede comer hierbas y lombrices.
Hasta la Reina Victoria era susceptible a la adulación. El Primer Ministro
Benjamín Disraeli confesó que cuando trataba con la Reina empleaba
abundantemente esa adulación. Pero Disraeli era uno de los hombres más corteses,
diestros y capaces que han gobernado jamás el extenso Imperio Británico. Era un
genio. Lo que para él daba resultados quizá no lo dé para usted o para mí. A la
larga, la adulación hace más mal que bien. La adulación es falsa y, como el
dinero falso, nos pone eventualmente en aprietos si queremos hacerla circular.
La diferencia entre la apreciación y la adulación es muy sencilla. Una es
sincera y la otra no. Una procede del corazón; la otra sale de la boca. Una es
altruista; la otra egoísta. Una despierta la admiración universal; la otra es
universalmente condenada.
Hace poco vi un busto del general Obregón en el palacio de Chapultepec, en
México. Bajo el busto están grabadas estas sabias palabras de la filosofía del
general Obregón: "No temas a los enemigos que te atacan. Teme a los amigos que
te adulan".
¡No! ¡No! ¡No! ¿No recomiendo la adulación! Lejos de ello. Hablo de una nueva
forma de vivir. Permítaseme repetirlo. Hablo de una nueva forma de vivir.
El Rey Jorge V tenía un juego de seis máximas en las paredes de su estudio en el
Palacio de Buckingham. Una de esas máximas rezaba: "Enséñame a no hacer ni
recibir elogios baratos". Eso es la adulación: elogio barato. Una vez leí una
definición de la adulación que vale la pena reproducir: "Adular es decir a la
otra persona lo que se piensa de uno mismo".
"Emplea el lenguaje que quieras -dijo Ralph Waldo Emerson- y nunca podrás
expresar sino lo que eres."
Si lo que debiéramos hacer fuera sólo emplear la adulación, el mundo entero
aprendería a hacerlo en seguida y todos seríamos peritos en relaciones humanas.
Cuando no estamos dedicados a pensar acerca de algún problema específico,
solemos pasar el 95 por ciento de nuestro tiempo pensando en nosotros mismos.
Pero si dejamos de pensar en nosotros mismos por un rato y comenzamos a pensar
en las buenas cualidades del prójimo, no tendremos que recurrir a la adulación,
tan barata y tan falsa que se la conoce apenas sale de los labios. Una de las
virtudes más descuidadas de nuestra existencia cotidiana es la apreciación. De
un modo u otro, descuidamos elogiar a nuestro hijo o hija cuando trae una buena
nota de la escuela, y rara vez alentamos a nuestros hijos cuando logran hornear
una torta o construir una casita para pájaros. Nada les agrada más a los niños
que esta especie de interés y aprobación de sus padres.
La próxima vez que usted disfrute de una buena cena en su club, mándele sus
felicitaciones al chef, y cuando un vendedor fatigado le muestre una cortesía
inusual, no deje de agradecerla.
Todo sacerdote, conferencista u orador público sabe lo descorazonador que
resulta entregarse a un público y no recibir de éste ningún comentario
apreciativo. Y lo que se aplica a profesionales se aplica doblemente a obreros
en oficinas, negocios y talleres, y entre nuestras familias y amigos. En
nuestras relaciones interpersonales nunca deberíamos olvidar que todos nuestros
interlocutores son seres humanos, y como tales hambrientos de apreciación. Es la
ternura legal que disfrutan todas las almas.
Trate de dejar un rastro de pequeñas chispas de gratitud en sus jornadas. Le
sorprenderá ver cómo encienden pequeñas llamas de amistad que vuelven a brillar
en su próxima visita.
Pamela Dunham, de New Fairfield, Connecticut, tenía entre las responsabilidades
de su empleo la supervisión de un peón de limpieza que estaba haciendo un
trabajo muy deficiente. Los otros empleados se burlaban de este joven, y
descuidaban especialmente la limpieza de las instalaciones para demostrar qué
mal hacía su trabajo. Las cosas habían llegado a un punto en que había empezado
a perderse tiempo productivo.
Pamela probó varios modos de motivar a esta persona, sin éxito. Notó que en una
ocasión hizo especialmente bien su trabajo. Entonces lo elogió en presencia de
otra gente. A partir de ahí el trabajo empezó a mejorar, y muy pronto el joven
cumplía eficientemente con sus tareas. Hoy día hace un excelente trabajo, y
recibe el aprecio y reconocimiento que merece. La apreciación honesta logró
resultados allí donde la crítica y el ridículo habían fallado.
Herir a la gente no sólo no la cambia, sino que es una tarea que nadie nos
agradecerá. Hay un viejo dicho que yo he escrito en una hoja y pegado en el
espejo del baño, donde lo veo todos los días:
"Pasaré una sola vez por este camino; de modo que cualquier bien que pueda hacer
o cualquier cortesía que pueda tener para con cualquier ser humano, que sea
ahora. No la dejaré para mañana, ni la olvidaré, porque nunca más volveré a
pasar por aquí."
Emerson dijo: "Todo hombre que conozco es superior a mí en algún sentido. En ese
sentido, aprendo de él".
Si así sucedía con Emerson, ¿no es probable que lo mismo sea cien veces más
cierto en su caso, o en el mío? Dejemos de pensar en nuestras realizaciones y
nuestras necesidades. Tratemos de pensar en las buenas cualidades de la otra
persona. Olvidemos entonces la adulación. Demos prueba de una apreciación
honrada, sincera, de esas cualidades. Seamos "calurosos en la aprobación y
generosos en el elogio", y la gente acogerá con cariño nuestras palabras y las
atesorará y las repetirá toda una vida, años después de haberlas olvidado
nosotros.
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